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Casting Myriah Targaryen
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Casting Myriah Targaryen
Nombre del Cannon Elegido:
Myriah Targaryen
¿Porque lo has elegido?:
La razón principal de elegir a Miryah es por su carácter. Myriah ha de ser una mujer de personalidad fuerte, que pese a ser la esposa del rey de Poniente, tiene las costumbres de su tierra muy arraigadas. Pudiera ser que desde su matrimonio, con edad muy temprana en verdad, estuviera alejada de Dorne, pero tiene muy presente cuál es su papel en todo esto y aunque no haya sido ni mucho menos por amor, la unión con Daeron ha sido fructífera para ambos pueblos. Por otra parte, su corazón ha de estar más que dividido entre lo que es bueno para los dornienses y lo que es beuno para su nuevo pueblo, que recordemos que siempre ha estado enemistado con el anterior. Una mujer extranjera que, sin embargo, se ha ganado el respeto como reina y es la madre de los herederos de Daeron es un gran personaje (y una gran responsabilidad como tal).
Casting:
Año 187, el día que Daeron se conviertió en Rey de Poniente
Myriah Targaryen
¿Porque lo has elegido?:
La razón principal de elegir a Miryah es por su carácter. Myriah ha de ser una mujer de personalidad fuerte, que pese a ser la esposa del rey de Poniente, tiene las costumbres de su tierra muy arraigadas. Pudiera ser que desde su matrimonio, con edad muy temprana en verdad, estuviera alejada de Dorne, pero tiene muy presente cuál es su papel en todo esto y aunque no haya sido ni mucho menos por amor, la unión con Daeron ha sido fructífera para ambos pueblos. Por otra parte, su corazón ha de estar más que dividido entre lo que es bueno para los dornienses y lo que es beuno para su nuevo pueblo, que recordemos que siempre ha estado enemistado con el anterior. Una mujer extranjera que, sin embargo, se ha ganado el respeto como reina y es la madre de los herederos de Daeron es un gran personaje (y una gran responsabilidad como tal).
Casting:
Año 187, el día que Daeron se conviertió en Rey de Poniente
Aquella mañana de sol que aún no terminaba de nacer, Myriah se había levantado más que inquieta. Había abierto los ojos, con lentitud, notando como su esposo se levantaba del lecho, después de haber estado casi toda la noche dando vueltas en el mismo. Lo había escuchado hablar en sueños, intranquilo, sudando a mares. Hubo un momento en que la princesa temió que estuviera enfermo y, con todo el cariño que le había tomado a Daeron desde el día que lo tomó por esposo, se acurrucó junto a su pecho, como hacía con sus hijos cuando tenían fiebre. Comprobó poco después, con el pecho encogido por sus propios nervios que no, que en verdad no eran delirios febriles y que sería producto del estrés de los últimos días y, sobre todo, el del día siguiente, la mañana en que lo coronarían Rey de Poniente.
Por eso mismo, Myriah no se levantó del lecho cuando lo hizo Daeron. Había aprendido con el paso de los años a dejarle su espacio y a no presionarle cuando se encontraba inquieto. En verdad Daeron era un hombre con un temple y un sosiego envidiables y no recordaba haberlo visto de aquella manera nunca. Respiró profundamente, aún acostada, esperando que su esposo se marchara de la habitación y cerró los ojos, inmiscuida en sus propios pensamientos. No, se había equivocado. Tan solo había visto así a Daeron el día de su boda, hacía más de veinte años, cuando era el príncipe heredero y las cosas eran muy diferentes a las de entonces. Sonrió, con añoranza, al recordar cuán extraños eran el uno para el otro, ella con catorce y el otro con dieciséis días del nombre, y cuánto habrían de pasar para adaptarse a aquel matrimonio de conveniencias, donde el amor había faltado desde el principio y donde pesaban más las costumbres arraigadas en ambos jóvenes que el trabajo por una unión duradera que asegurara las buenas relaciones entre las Tierras de la Corona y Dorne. Suspiró al acordarse de su tierra, de sus gentes, de su propia familia. Temía que a partir de ese día cambiaran aún más las cosas, si se podía.
Se levantó después de oír la puerta cerrarse y llamó a sus doncellas. El sol aún estaba bajo, pero había mucho que hacer antes de la coronación. Desayunó más bien poco, distraída en miles de pensamientos contrariados entre sí, y mientras lo hacía, Aelinor entró en sus aposentos, con la gracia natural heredada de su madre y aquellos ojos violetas, inquietantes, herencia Targaryen sin ninguna duda. Sonrió a su madre, a Myriah, con aquella dulzura que la caracterizaba, aunque la tacharan de poco cuerda.
-Mamá, ¿crees que podrías hacerme una trenza? Como las que me hacías de pequeña-preguntó la única hija de Myriah, sin saber que en realidad para su madre siempre sería pequeña. Entre quejas de las doncellas, las cuales afirmaban que no daría tiempo a prepararla para la ceremonia, asintió sonriente -como siempre con sus hijos-, levantando la mano autoritariamente para que las otras callaran. Después de todo, era ella quien mandaba. La instó a sentarse en el lecho y, sentada tras de sí, empezó a trenzarle el pelo. Tardó algunos minutos, pues era ducha y la práctica no había sido en vano. Satisfecha del trabajo bien hecho, apoyó sus manos sobre los hombros de la chica, con dulzura.-Ya está, amor mío-dijo, deslizando la enorme trenza que había realizado, dada la extensión de cabello que tenía su hija, largo y plateado, cual Targaryen que era, hacia adelante, poniéndola sobre el hombro derecho de Aelinor; ésta giró la cabeza, con ese aire distraído que parecía llevar siempre y medio sonrió, abriendo casi con sorpresa aquellos ojos inquietantes, violetas. A Myriah aquellos ojos le encantaban. -Preciosa la trenza, mi señora. ¿Al estilo dorniense, verdad?-inquirió una de las doncellas. Myriah levantó la mirada y clavó sus ojos en la chica, que se estremeció con el solo contacto visual de la princesa. Se levantó de la cama, frunciendo levemente el ceño y haciendo un gesto con la cabeza a las otras doncellas. -Como debe de ser-inquirió, con voz fría y dura antes de girarse y comenzar a escoger las ropas que portaría en en Salón del Trono de Hierro.
Horas después, bajo la atenta mirada de la flor y nata de Poniente, Myriah recordaría aquellas palabras que le había regalado a su doncella esa mañana. Las iba a tatuar en su memoria hasta el fin de los días. Allí, frente al Trono que Aegon el Conquistador mandó forjar, ese trono que tantos dolores de cabeza le habían dado a sus queridos dornienses, se erguía con la cabeza bien alta y de la mano de su esposo, mucho más reposado que esa mañana. Myriah respiró tranquila, profundamente. El día que le prometieron había llegado al fin y la guerra de su pueblo terminaba después de que ella jurara y perjurara antes los cientos de ojos nobles que allí se encontraban que protegería, amaría y serviría a los Seis Reinos. Se arrodilló, con la cabeza agachada, cuando llegó su turno tras el de Daeron.
-Myriah Targaryen-comenzó a proclamar el oficiante de la ceremonia, con voz profunda y solemne mientras sostenía una corona sobre su cabeza-, Princesa de los Seis Reinos, nacida como Myriah Martell, Princesa de Dorne, en el día de hoy se te proclama, junto a tu señor esposo, Reina de los Seis Reinos, ¿juras proteger, amar y servir a Poniente y gobernar junto al Rey Daeron, segundo de su nombre, por el bien de todos sus habitantes?
Sonrió fríamente de forma que casi no se podía percibir. «Lo juro», acertó a decir antes de que le pusieran la corona y la ayudaran a levantarse para que se colocara junto al nuevo Rey. Miró a Daeron, de reojo, y comprobó el gran temple del nuevo monarca y se tranquilizó. Iban a avecinarse tiempos inestables, pero Daeron sería mejor rey que su padre. Y ella, por supuesto, la mejor reina.
Oteó de nuevo la sala repleta, sonriendo al mirar a sus cinco hijos, todos engalanados para la ocasión con ropas al estilo de Dorne, pero con los colores de los Targaryen. Ella iba también con ropas -un largo vestido de seda de color arena, sin mangas, que se ceñía a sus curvas naturales con un cinturón dorado que llevaba el escudo de los Targaryen y de los Martell- y peinado al estilo de su tierra, por supuesto. Le encantaba comprobar que tenía influencia para cambiar las cosas de la Corte, aunque fuera la extranjera. «Nunca doblegado, nunca roto» era el lema de la Casa Martell y ella lo portaba con orgullo allá donde fuera..
-Aquí presento, ante la mirada de Poniente y de los Siete, a Daeron, el segundo de su nombre, hijo de Aegon IV Targaryen y de su hermana, la hermosa Naerys Targaryen, nieto de Viserys II y bisnieto de Baelor I “El Santo”, como Rey de los Seis Reinos, de los Ándalos y de los Primeros Hombres y Protector del Reino; y a su esposa, Myriah, Reina junto a él. Que los Dioses los protejan y que ambos reinen con sabiduría por muchos años-resonó la voz el oficiante que pronto fue silenciada bajo miles de aplausos y gritos de fervor. Myrih acompañó, feliz, a su esposo al Trono de Hierro, donde él se sentó y ella ocupó un lugar a su derecha. Apoyó una mano sobre el frío trono y miró la sala, repleta de alboroto, decorada con los cráneos de los dragones Targaryen y de repente pensó que le faltaban un par de tapices. Tapices de Dorne. Myriah alzó la cabeza y volvió a sonreír, alegre.
No olvidaba quién era, no olvidaba quién sería: Myriah Martell, la Princesa de Dorne convertida en Reina... «Como debía de ser».
Por eso mismo, Myriah no se levantó del lecho cuando lo hizo Daeron. Había aprendido con el paso de los años a dejarle su espacio y a no presionarle cuando se encontraba inquieto. En verdad Daeron era un hombre con un temple y un sosiego envidiables y no recordaba haberlo visto de aquella manera nunca. Respiró profundamente, aún acostada, esperando que su esposo se marchara de la habitación y cerró los ojos, inmiscuida en sus propios pensamientos. No, se había equivocado. Tan solo había visto así a Daeron el día de su boda, hacía más de veinte años, cuando era el príncipe heredero y las cosas eran muy diferentes a las de entonces. Sonrió, con añoranza, al recordar cuán extraños eran el uno para el otro, ella con catorce y el otro con dieciséis días del nombre, y cuánto habrían de pasar para adaptarse a aquel matrimonio de conveniencias, donde el amor había faltado desde el principio y donde pesaban más las costumbres arraigadas en ambos jóvenes que el trabajo por una unión duradera que asegurara las buenas relaciones entre las Tierras de la Corona y Dorne. Suspiró al acordarse de su tierra, de sus gentes, de su propia familia. Temía que a partir de ese día cambiaran aún más las cosas, si se podía.
Se levantó después de oír la puerta cerrarse y llamó a sus doncellas. El sol aún estaba bajo, pero había mucho que hacer antes de la coronación. Desayunó más bien poco, distraída en miles de pensamientos contrariados entre sí, y mientras lo hacía, Aelinor entró en sus aposentos, con la gracia natural heredada de su madre y aquellos ojos violetas, inquietantes, herencia Targaryen sin ninguna duda. Sonrió a su madre, a Myriah, con aquella dulzura que la caracterizaba, aunque la tacharan de poco cuerda.
-Mamá, ¿crees que podrías hacerme una trenza? Como las que me hacías de pequeña-preguntó la única hija de Myriah, sin saber que en realidad para su madre siempre sería pequeña. Entre quejas de las doncellas, las cuales afirmaban que no daría tiempo a prepararla para la ceremonia, asintió sonriente -como siempre con sus hijos-, levantando la mano autoritariamente para que las otras callaran. Después de todo, era ella quien mandaba. La instó a sentarse en el lecho y, sentada tras de sí, empezó a trenzarle el pelo. Tardó algunos minutos, pues era ducha y la práctica no había sido en vano. Satisfecha del trabajo bien hecho, apoyó sus manos sobre los hombros de la chica, con dulzura.-Ya está, amor mío-dijo, deslizando la enorme trenza que había realizado, dada la extensión de cabello que tenía su hija, largo y plateado, cual Targaryen que era, hacia adelante, poniéndola sobre el hombro derecho de Aelinor; ésta giró la cabeza, con ese aire distraído que parecía llevar siempre y medio sonrió, abriendo casi con sorpresa aquellos ojos inquietantes, violetas. A Myriah aquellos ojos le encantaban. -Preciosa la trenza, mi señora. ¿Al estilo dorniense, verdad?-inquirió una de las doncellas. Myriah levantó la mirada y clavó sus ojos en la chica, que se estremeció con el solo contacto visual de la princesa. Se levantó de la cama, frunciendo levemente el ceño y haciendo un gesto con la cabeza a las otras doncellas. -Como debe de ser-inquirió, con voz fría y dura antes de girarse y comenzar a escoger las ropas que portaría en en Salón del Trono de Hierro.
Horas después, bajo la atenta mirada de la flor y nata de Poniente, Myriah recordaría aquellas palabras que le había regalado a su doncella esa mañana. Las iba a tatuar en su memoria hasta el fin de los días. Allí, frente al Trono que Aegon el Conquistador mandó forjar, ese trono que tantos dolores de cabeza le habían dado a sus queridos dornienses, se erguía con la cabeza bien alta y de la mano de su esposo, mucho más reposado que esa mañana. Myriah respiró tranquila, profundamente. El día que le prometieron había llegado al fin y la guerra de su pueblo terminaba después de que ella jurara y perjurara antes los cientos de ojos nobles que allí se encontraban que protegería, amaría y serviría a los Seis Reinos. Se arrodilló, con la cabeza agachada, cuando llegó su turno tras el de Daeron.
-Myriah Targaryen-comenzó a proclamar el oficiante de la ceremonia, con voz profunda y solemne mientras sostenía una corona sobre su cabeza-, Princesa de los Seis Reinos, nacida como Myriah Martell, Princesa de Dorne, en el día de hoy se te proclama, junto a tu señor esposo, Reina de los Seis Reinos, ¿juras proteger, amar y servir a Poniente y gobernar junto al Rey Daeron, segundo de su nombre, por el bien de todos sus habitantes?
Sonrió fríamente de forma que casi no se podía percibir. «Lo juro», acertó a decir antes de que le pusieran la corona y la ayudaran a levantarse para que se colocara junto al nuevo Rey. Miró a Daeron, de reojo, y comprobó el gran temple del nuevo monarca y se tranquilizó. Iban a avecinarse tiempos inestables, pero Daeron sería mejor rey que su padre. Y ella, por supuesto, la mejor reina.
Oteó de nuevo la sala repleta, sonriendo al mirar a sus cinco hijos, todos engalanados para la ocasión con ropas al estilo de Dorne, pero con los colores de los Targaryen. Ella iba también con ropas -un largo vestido de seda de color arena, sin mangas, que se ceñía a sus curvas naturales con un cinturón dorado que llevaba el escudo de los Targaryen y de los Martell- y peinado al estilo de su tierra, por supuesto. Le encantaba comprobar que tenía influencia para cambiar las cosas de la Corte, aunque fuera la extranjera. «Nunca doblegado, nunca roto» era el lema de la Casa Martell y ella lo portaba con orgullo allá donde fuera..
-Aquí presento, ante la mirada de Poniente y de los Siete, a Daeron, el segundo de su nombre, hijo de Aegon IV Targaryen y de su hermana, la hermosa Naerys Targaryen, nieto de Viserys II y bisnieto de Baelor I “El Santo”, como Rey de los Seis Reinos, de los Ándalos y de los Primeros Hombres y Protector del Reino; y a su esposa, Myriah, Reina junto a él. Que los Dioses los protejan y que ambos reinen con sabiduría por muchos años-resonó la voz el oficiante que pronto fue silenciada bajo miles de aplausos y gritos de fervor. Myrih acompañó, feliz, a su esposo al Trono de Hierro, donde él se sentó y ella ocupó un lugar a su derecha. Apoyó una mano sobre el frío trono y miró la sala, repleta de alboroto, decorada con los cráneos de los dragones Targaryen y de repente pensó que le faltaban un par de tapices. Tapices de Dorne. Myriah alzó la cabeza y volvió a sonreír, alegre.
No olvidaba quién era, no olvidaba quién sería: Myriah Martell, la Princesa de Dorne convertida en Reina... «Como debía de ser».
Myriah Targaryen- Realeza
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