Dressed in red [Libre]

Staver había renegado por varios minutos antes de dejarme ir. No sé por qué perdía su tiempo de tal manera cada semana, sabiendo a lo que se atenía y sabiendo también que a la semana siguiente sucedería exactamente lo mismo, indefinidamente. Además, no es que podía ofrecer una solución favorable ni mucho menos acompañarme porque, evidentemente, alguien debía ocuparse de la taberna. Y yo, por tanto, me las tenía que arreglar por mi cuenta para ir al mercado. Bien acostumbrada que estaba.

Supongo que muchas ladies se hubieran escandalizado por mi inusual comportamiento. En vez de ser servida, servía. En vez de encontrarme a mis anchas haciendo poco y nada, hacía mucho y gastaba esfuerzos en demasiadas cosas impropias de una dama. En vez de mostrar modales galantes y dóciles, enseñaba garras y dientes como una salvaje. Quitaba ahora mi suposición y la aceptaba como firme y sólido argumento, sin duda alguna mi modo de actuar sería catalogada como inconcebible y reprochado duramente. Y a mi eso me importaba e interesaba tanto como ponerme a contar las manchas y charcos de las calles de Desembarco.

Al fin y al cabo, ni siquiera era una verdadera lady. Había sido medianamente criada y educada como tal, aunque mi pa… Callum hubiera decidido que mi formación podía incluir ciertos rasgos más bien masculinos y dignos de un niño. Creo yo que fue solo por complacer a la pequeña de la familia, a esa que era su favorita. ¡Y ni siquiera era su verdadera hija! Muchas veces me pregunté si él, en alguna ocasión, dudó de mi procedencia. Porque, si es que lo hizo, nunca lo dejó ver. Su amor fue inmenso y sus atenciones incontables e incansables, muy por el contrario a mi madre. Ella jamás profesó afecto alguno hacia mí y he de sospechar que se debía a que yo era la semilla floreciente de un amorío que la perturbaba.

No, no creo que fuera su culpa la que hablaba. Más bien, era su desdicha por lo que había perdido lo que la guiaba e impedía acercarse a mí. En un principio me esforcé por agradarle, por ese entonces demasiado pequeña e inocente como para comprender la situación en su complejidad. Fue con el correr de los años que me choqué con la realidad y poco a poco fui adquiriendo una marcada aversión hacia ella, correspondida a igual nivel por Rowena.

Me conformé, entonces, con el cariño de Callum –quien, en esa época, creía era mi verdadero padre–, de Staver y de Lysann. Staver, mi medio hermano y el primogénito de los Manderly, era mi mejor amigo. Compartíamos secretos, anhelos, anécdotas, juegos y, finalmente, un amor fuerte y oculto que me resultaba difícilmente comprensible y, por ello, terminó por alejarme de él parcialmente. Temía que sucediera igual que con Callum, que de un momento a otro pasó de ser mi padre a un hombre engañado al igual que yo, al igual que todos, un hombre que había cuidado y mantenido bajo su techo a una bastarda. Temía volver a perder a lo que más quería.

Con Lysann, en cambio, mantenía una relación extraña. Nos queríamos y respetábamos mutuamente pero la educación que le ofreció mi madre le quitó su efusividad, frescura y espontaneidad. La habían concebido para que fuera una Lady y había sido demasiado influida por Rowena, acabando Lysann por mantener sus sentimientos controlados fríamente, mostrándose tan intensa y expresiva como la arcilla sin modelar. Su pasión por la vida parecía haberse reducido a astillas y ni que mencionar el hecho de que sus opiniones eran totalmente desconocidas y era más dada a agachar la cabeza y hundirse en una sumisión que me asqueaba y de la que quería arrancarla a tirones. Pero eso parecía formar parte de su naturaleza y no estaba en mí cambiarla. En ella tampoco estaba la posibilidad de cambiar mi propia naturaleza.

Por eso me dejó partir. Abandoné Puerto Blanco hacía dos años por propia voluntad, considerando que no era mi lugar, a fin de cuentas. Yo no era una Manderly ni lo sería nunca, aunque siguiera cargando ese apellido. Me sentía una intrusa y hubiera preferido deshacerme de él, pero por deferencia a mis medio hermanos mantuve el secreto de mi procedencia –incluso ocultándole tal cruda verdad a mi medio hermana, por el bien de su salud emocional– para evitar una infamia y una desgracia vergonzosa a Staver y Lysann, que deberían cargar con un apellido mancillado si fuera el caso. Hundir a los Manderly no nos favorecía a ninguno de los tres y es por eso que yo no dije palabra alguna sobre lo confesado por mi madre más que a Staver, en búsqueda de redimirlo de la culpa que en ocasiones provocaban sus sentimientos por mí.

Sentimientos en los que ahora no debía pensar. Me contrariaban lo suficiente como para evitar reflexionar acerca de los míos propios y este era un momento poco propicio para entregarme a reflexiones de tal calibre. Las calles no eran el lugar más seguro, mucho menos para alguien como yo. Las apariencias eran malas consejeras y la mía titilaba “débil mujercilla” con demasiada intensidad. Me era chocante tal apreciación pero lo comprobaba a diario en la taberna ante las grotescas insinuaciones que me ofrecía la clientela. Pero mi reputación allí se había forjado, en estos dos años de malas respuestas y riñas, como la de una mujer de armas tomar, literalmente. Muy propio y conveniente, seguramente, contando con el hecho de que nuestros visitantes no eran pobretones sino, en su mayoría, gente de mediana importancia e incluso guardias.

Supongo que mis constantes replicas y reacciones eran la razón por la cual Staver quería contratar a algún ayudante más que se encargara de servir las mesas. El problema es que los anteriores habían sido un fiasco y yo no trabajaba bien en compañía de desconocidos a los que nunca les tomaría confianza. Ni siquiera dejaba que nuestro cocinero hiciera las compras, siendo algo que podíamos hacer Staver y yo, amén de que se notaba que era uno de esos vivarachos que a la primera de cambio metía mano y guardaba lo que encontrara en su bolsillo. Así que su tarea consistía en hacer la lista y yo, encargada de las finanzas, daba el visto bueno o no, según me pareciera.

Y ya era el día de la semana en que tocaba reabastecer ciertas provisiones de la taberna. La tarde se presentaba inusualmente calma y debió ser eso lo que, inconscientemente, hizo que me relajara más de lo debido y conveniente. De un momento al otro me encontré en un callejón luego de haber sido tironeada por un hombre desconocido. Traté de deshacerme de su agarre pero sus manos aferraban mis muñecas férreamente y me era imposible escapar.
Sus labios rozaron mi cuello y el pequeño hueco que se formaba entre este y mi clavícula. Mi terror momentáneo se difuminó y transformó en una ira incontenible, más allá de mis propios límites. El callejón apestaba y estaba demasiado oscuro, aún siendo de día, y sabía que nadie vendría a mi rescate. Nadie se atrevería, nadie se preocuparía. Mi impulso primario fue gritar pero fue como si aquel hombre lo adivinara y rápidamente cubrió mi boca con su manga sucia y harapienta. Mis ojos escocían y lágrimas rodaron por mis mejillas. Mi garganta se cerró completamente y sentí que por un segundo me vendría abajo como un castillo de naipes.

Pero mi orgullo era más fuerte. Mi ferocidad era lo que me mantenía en pie. La furia es lo que me convertía en invencible. Luego de forcejear con insistencia, logré asestarle un golpe a mi atacante y desasirme lo suficiente como para hacerme con una de las dagas que escondía entre mi ropa. Él se lanzó hacia mí y de un tirón la arrebató de mi mano para deslizar su filo por mi mentón y mi cuello. Sentí que gotas de sangre empezaban a deslizarse por mi piel e instintivamente mordí la mano que sostenía aquella que era mi daga, clavando mis dientes hasta desgarrar su piel. De un aullido se echó un paso atrás, soltando mi arma que con presteza recuperé.

Y no dudé. En un arrebato de cólera atravesé de un puntazo su abdomen. Una vez. Dos veces. Una tercera. La cuarta vez fue directa al pecho, a la altura de su corazón. La sangre manaba por sus heridas y sus ojos comenzaron a perder vivacidad. Cayó al suelo de rodillas y segundos después estaba tirado de cara al piso, rodeado de un charco bermellón que se extendía ávidamente. Lo observé por un largo rato, dejándome caer contra el muro que tenía a mi espalda. Su sangre no solo cubría la calle sino también mis manos, mis brazos e incluso mi ropa. Roja, tan pura, tan desagradable, era lo único que podía ver. Lo único que podía oler, distinguiendo ese aroma ferroso, como a óxido, por sobre todos los demás. El charco se ampliaba más y más, como si sus reservas de líquido vital fueran infinitas y pronto me vi yo también envuelta en él. Pero no podía apartarme de allí, no podía levantarme, no podía huir. Estaba allí muda, inmóvil y, ahora, vestida de rojo.