Daenerys Targaryen

«“Mi querido herma… No, así no. A mi más amad… No, tampoco. Para vos, Ser D…”

– ¡Agh! – sus manos hicieron pedazos el papel emborronado en tinta – ¡No, no, no y no!

Irritada, inclinó su espalda hacia delante y se dejó caer sobre la mesa. Escondió el rostro entre unos brazos de piel suave y blanca, y así se mantuvo durante largos minutos. Cuando sintió que el nudo de su pecho había tomado la fuerza necesaria, desvió la mirada hacia uno de los costados. Una diminuta y cristalina lágrima se derramó traviesa buscando un lugar sobre el que descansar. No podía, no tenía las fuerzas suficientes para hacerlo. Nunca las había tenido. Quizás, y solo quizás, algún día fuese capaz de mirarle a los ojos y dejar que las palabras fluyesen por sí solas de aquellos labios rosados que ahora temblaban temerosos.

Suspiró, y acto seguido se llenó los pulmones de aire una última vez antes de volver a tomar entre sus manos la pluma que momentos antes había estrellado contra la pared de la habitación. Esta vez su carta no iba dirigida a nadie. Se trataba, pues, de una confesión personal, de un mensaje que releería una y otra vez cuando sintiera que las fuerzas volvían a fallarle.

“Tú eres Daenerys Targaryen, hija de los dragones, nacida de las llamas del fuego más puro.”

Pero… ¿y si tan solo sus ojos no hubieran tenido el color del alba? ¿Y si su cabello no hubiera nacido del rubio más platino? Puede que entonces todo lo que aquello deseaba hubiese estado a su alcance. Sin embargo, el destino había decidido ser su más poderoso enemigo.

La Luna, aquella noche, brillaba con el color del Sol. Había decidido ascender a lo más alto del cielo con la lentitud del reptil que se desplaza desde las orillas del mar hasta lo más profundo del océano. Y, para su viaje, había cambiado la plata por el bronce.
El llanto la había agotado mentalmente, le había adormecido las extremidades y nublado la vista. Cuando se alzó sobre los pies descalzos, los bordados finales de un vestido color malva acariciaron la superficie del suelo. Muy despacio, se acercó a la ventana y apoyó su torso contra el alféizar; las rodillas acariciaron la piedra que sus pies habían tocado. Allí, contempló la inmensidad del universo perdiendo la mirada en cada una de sus estrellas hasta que, al fin, sus párpados se rindieron al sueño.

[…]

El aire, pesado, chocaba ardiente contra su rostro; le secaba y agrietaba los labios. Se dio cuenta de que, cada vez que tragaba saliva, esta le rajaba la garganta cual cuchilla. Abrió los ojos y observó a su alrededor… Nada. Nada en la infinidad de un paisaje monótono y con los colores de la tierra. Arena. Sus pies, cubiertos de millones de diminutas piedrecitas marrones, negras y doradas, parecían hundirse en la masa de arena caliente. Pero no era el calor el que presionaba su pecho y le causaba un dolor insoportable en los pulmones, sino ese polvo de arenisca que, poco a poco, iba consumiendo lo poco de oxígeno que fluía a su alrededor. Cuando quiso darse cuenta, se vio envuelta en una tormenta de grava de la que le era imposible escapar. Quiso gritar, pero la tierra se le acumulaba en la lengua. Tosió; había sangre en sus manos. Las piernas le temblaron y cayó de rodillas al suelo; las pequeñas piedras chocaban contra su piel produciéndole un daño casi insoportable. Desesperadamente y aunando las últimas fuerzas que le quedaban, buscó algo entre sus prendas. Desdobló el papel que momentos antes había escrito y leyó su contenido.

“Tú eres Daenerys Targaryen, hija de los dragones, nacida de las llamas del fuego más puro.”

Entonces, despertó.

[…]

Su boca se abrió buscando con ansia llenar el pecho de aire. Una pesadilla, tan sólo una pesadilla más de todas aquellas que la acosaban cada noche dese el anunciamiento de su futuro enlace con el señor de las tierras Martell. Cuando recuperó la calma, suspiró, alzó la mirada para encontrar sus ojos violetas con la Luna llena y pensó. Ella, ya princesa, iba a ser la señora de Dorne, iba a traer hijos hermosos al mundo y a otorgar a su familia la mejor reputación posible. Allí, con un esposo al que cuidar, su corazón buscaría deshacer los sentimientos que dedicaba a un hombre ya casado con otra mujer. Aun así, las dagas del amor se clavaban en sus entrañas provocándole un dolor insufrible.

Arrastró los pies hasta que chocaron contra el borde de un lecho de finas sábanas de seda. Deslizó su cuerpo rebosante de belleza sobre el colchón y buscó reposar la cabeza sobre la almohada. Hermosa como pocas en el mundo, la joven dragona cerró los ojos.

Ella era Daenerys Targaryen, futura Princesa de Dorne.»