No queda vida, tal y como la conocimos | Gideon

Habían cambiado muchas cosas en los últimos meses. El choque de reyes había sido mortal para los dos dragones que pretendían el Trono de Hierro y la onda expansiva había sacudido todo Poniente. Millares de hombres se habían dejado la vida en la batalla, las familias nobles habían visto cómo su linaje perdía muchos miembros y el mapa se estaba recomponiendo de forma todavía incierta. Gideon Hoggs trataba de elevarse por encima de todo este caos y seguir subiendo escalones hacia el poder. En los primeros compases de la guerra había tenido un inesperado golpe de suerte, cuando Lyanna Arryn se había dejado caer incautamente por sus tierras. Iba bien escoltada, pero aún así había sido una temeridad cruzar aquellos territorios en pleno conflicto. Su captura le supuso el favor del rey Daeron y, además, el apelativo del “Afortunado”. Parece mentira cómo después de pasar tanto tiempo elaborando estrategias para incrementar la influencia y el prestigio de la casa y de su persona, Lord Hoggs había conseguido un nombre en la corte de una manera tan sui generis. Por desgracia aquel éxito era efímero y se iba con la muerte del rey al que rendía vasallaje. Ahora tenía que aprovechar su fama y sus aptitudes cortesanas para medrar al servicio de otro señor. El Tridente le pareció la elección más natural, dada la proximidad de su feudo a la Tierra de los Ríos.

Las decisiones políticas no habían hecho, sin embargo, que Lord Gideon olvidase a su esposa, e incontables habían sido las noches en las que echaba en falta a la pelirroja en su lecho. Sabía que había estado en Rocadragón, cerca de Tyberius Velaryon, esa acorazada montaña de músculos que le había intentado dejar en ridículo. Después, siguiendo a la reina, convertida al parecer en su confidente, se había trasladado a Dorne, y apenas sabía de su suerte y de su salud a través de las líneas que un cuervo había portado hasta sus manos.

Aquel día, mientras sus lacayos disponían todo para desplazarse a Aguasdulces, donde pretendía entrevistarse con Lord Medgard Tully, miraba con serio semblante el jardín. El lugar donde tantas tardes había pasado junto a Aimeè estaba descuidado, y él no dejaba de pensar que en parte se debía a la ausencia de ella. Además, con un conflicto asolando las tierras de alrededor, no había demasiado tiempo para preocuparse por los arreglos florales. Escuchó la voz de su esposa y debió pensar que se trataba de voces que resonaban en su cabeza, porque tardó unos instantes en salir de su ensimismamiento. Pero era verdad, estaba allí, frente a él. Y estaba tratando de romper el hielo. El problema era que el hielo había crecido hasta semejarse al del Muro en altura y densidad, y la reacción de Gideon no fue tan ágil y galante como acostumbraba a ser.

- ¡Por los Siete! – exclamó con algo de sorpresa – Pensé que jamás volvería a ver ese tono cobrizo… - Se aproximó a su esposa para cerciorarse de que no era una ensoñación – Aimeè, ahora sí que me siento afortunado…

Aunque una parte de él se alegraba de verla, otra hervía de celos y rabia por los meses pasados sin recibir apenas unas escuetas noticias. ¿Quién sabe qué había sucedido entonces? ¿Y por qué aparecía ahora, sin previo aviso? Forzó una sonrisa para salir de su estupefacción y la correspondió en el abrazo. La calidez de aquel momento fue un pequeño bálsamo para sus preocupaciones, pero los efectos duraban un mero instante. Aimeé estaba bien enterada de sus éxitos personales y de su nuevo sobrenombre, noticias que al parecer habían llegado hasta Dorne. Su lado más orgulloso salió a relucir cuando ella le adulaba, aun consciente de que sus logros se debían al capricho de los dioses más que a sus propias habilidades. Sentir su caricia prolongaba aquella sensación efímera de felicidad, que tan pronto venía como se desvanecía. ¿Si estaba bien? Su imagen pública estaba como nunca, aunque en su fuero interno había algunas heridas sin cicatrizar.

- Querida, vistos los avatares de la guerra y cuántos grandes hombres han caído, puedo considerarme afort… Bueno, ya sabes… Esa palabra que ahora asocian a mi persona… - dijo medio en broma.

Todo había ido demasiado rápido, pero ahora los Targaryen eran el pasado y su exilio en Rocadragón no hacía más que confirmarlo. Él había jurado lealtad a su rey y su servicio podía describirse como impecable, pero era una obligación que consideraba finalizada con la desaparición de Daeron. Para Gideon el pragmatismo estaba por encima de otros valores más ideales, por eso consideraba variar los lazos de su casa.

- ¿Rocadragón? ¿De verdad piensas que vamos a abandonar nuestras tierras para ir a esa sombría fortaleza apartada? – comenzó a decir mientras veía como Aimeé se preocupaba por las rosas del jardín – Ciertamente estaba preparando un viaje, pero el destino es mucho más cercano y se me antoja una visita que puede ser provechosa. Partimos a Aguasdulces, Aimeé. Rendir vasallaje a los Tully es uno de los movimientos más sensatos que se me ocurren en estos momentos…

El torrente de preguntas y confusas palabras de Aimeé no cambió para nada el semblante de Gideon, y a su alrededor los criados seguían preparando un viaje para el cual no había marcha atrás. El noble se acercó a su esposa y le puso una mano en el hombro. En aquellas circunstancias, más que marido y mujer, para el profano parecía que un padre estaba dando consejos a su hija. Los aires del diplomático iban regresando a su tono y parece que se encontraba algo más confiado, así que le habló con tranquilidad.

- No vamos a abandonar esta fortaleza. Tampoco dejaremos la corte… del todo. Si mis planes salen como espero, podemos volver a Desembarco por todo lo alto… - Hizo una pausa para sonreírle y tratar de apaciguar sus dudas – La estancia en Aguasdulces será temporal, aunque quizá nos dé una oportunidad para descansar después de tanto ajetreo…

Ella parecía mirar las rosas azules con nostalgia y preocupación. Realmente había creado un fuerte vínculo con la reina y le asustaba dejar todo aquel mundo atrás. Pero era el mundo que él le había ofrecido, con un trato exigía algunas condiciones.

- Respecto a los dragones, mi lealtad era para con un rey que ya ha desaparecido, y creo que cumplí como buen vasallo hasta su muerte… Fuese o no por fortuna, la entrega de Lyanna Arryn prueba bien a quien rendía obediencia. Sin embargo, ahora debemos movernos con rapidez y asegurar el futuro de nuestra casa.

En principio no había palabras de desacuerdo, Aimeé asumiría el papel que había aceptado al contraer matrimonio con Gideon y lo acompañaría a Aguasdulces. Se sintió complacido, pues en los últimos meses había tenido que aguantar algunos cuchicheos sobre los viajes de su esposa. También en los mentideros de Desembarco se comentaban cotilleos sobre el tema, y Lord Hoggs no quería darles crédito. Cuando iba a abrir la boca de nuevo para contestar a Aimeé, ésta lo interrumpió repentinamente tirándole del brazo e invitándole a seguirla para entregarle un presente. ¿Le habría traído alguna exótica mercancía de Dorne? Inmediatamente, su pragmática mente pensó que un regalo siempre tenía algún tipo de significado detrás y, a veces, buscaba ser una compensación por errores o deslices. En cualquier caso, le picó la curiosidad y siguió los pasos de su esposa hasta el carruaje que había traído a la pelirroja.
Ésta le entregó una cajita de madera mientras le preguntaba de nuevo acerca de su confidente dorniense. Parece que esa era la cuestión que más le preocupaba. A él no le parecía mal que mantuviese correo con Myriah. A pesar de todo lo sucedido, tener una aliada como aquélla no dejaba de ser un comodín bajo la manga.

- No veo inconveniente para que mantengas esa correspondencia… Por lo que respecta a reencontrarte con ella, eso el tiempo lo dirá… - hablaba mientras examinaba con curiosidad la cajita que ella le había entregado – La tierra de los ríos está llena de rincones idílicos, quizá no tan floridos como los del Dominio, pero sin duda creo que te gustarán…

Por supuesto, omitió que él conocía bien aquellas tierras porque en su juventud había visitado los burdeles más famosos de la zona. Para evadir estas cuestiones se centró en el contenido de la caja y preguntó a Aimeé por el regalo que venía de lejanas tierras.

- Bueno… Veamos con qué me quieres agasajar… - le dijo en tono jovial.

Gideon descubrió el pequeño broche con forma de pájaro que su esposa le había traído desde Dorne. Tenía un buen acabado, era de una calidad excelente y de un gusto sublime, perfecto para una persona de pose cortesana como Lord Hoggs. Desde luego sería un buen complemento para su vestimenta, un símbolo mucho más agradable que el horrible blasón que le había tocado con su apellido. Sin embargo, él guardaba ciertas reservas, pensando que detrás de esta joya había una conciencia inquieta, ocultando quizá algún remordimiento culpable que pretendía ser compensado. Su dubitativo semblante debía ser evidente para Aimeé, que trataba de atisbar qué era lo que pasaba por la mente de su señor esposo.

- Creo que no te daré tal placer – dijo cuando ella se ofreció a quedarse el broche en su lugar – Puede ser un buen símbolo para esta nueva época que estamos comenzando. Lo acepto de buen grado, pues eres tú quien me lo regala.

Acto seguido enganchó el broche sobre el jubón y entregó la caja que lo portaba a uno de sus lacayos. A pesar de que trataba de disimular sus pensamientos, como de costumbre, su esposa estaba ya demasiado acostumbrada a interpretar su mirada, sus gestos, su tono de voz. Ella podía ver que algo no iba bien, aunque él intentase evadir el tema. Gideon ya había mostrado muchas veces a Aimeé qué había detrás de esa fachada de elegante y cortés diplomático. La tomó de las manos, invitándola a caminar hasta un lugar del jardín donde la indiscreción de los criados no fuese un problema.

- Aimeé, han pasado muchos meses desde que te vi partir hacia Rocadragón… He estado ocupado con muchos asuntos políticos, pero nunca he dejado de pensar en ti… La incertidumbre de no saber de tu paradero, o si estabas bien… Los rumores que se oían en la corte… - decía mientras su voz iba adquiriendo un tono algo más sombrío – Hoy te presentas aquí como si ayer nos hubiésemos visto por última vez… Bien sabes que no me sucede a menudo, pero estoy algo… desconcertado… Necesito saber dónde has estado y… con quién.

A pesar de la circunspección que su rostro había adquirido mientras preguntaba a Aimeé acerca de su paradero, Gideon no parecía alterado y escuchaba serenamente las explicaciones de su esposa. Sin embargo, acababa de pulsar el botón del dramatismo y comenzaba a recibir palabras de afectada preocupación y algunas excusas que no terminaban de convencerle. Había sido un maestro demasiado efectivo a la hora de enseñar a su consorte cómo ocultar la verdad y ahora era ella la que le estaba dando una lección. Cuando el apellido Velaryon fue pronunciado por Aimeé, Lord Hoggs apretó sus nudillos hasta que adquirieron un tono amarillento, aunque tenía las manos a la espalda y no revelaba este gesto a la pelirroja. Si bien no tenía certeza de lo que realmente había sucedido durante aquellas noches en Rocadragón, la vanidosa muestra de fuerza física que Tyberius había hecho para humillarle le dejaba claro que aquella montaña de músculos no se iba a conformar con escoltar a su mujer.

Cuando ella terminó de hablar, Gideon permaneció algunos instantes en silencio, con un rostro impasible. ¿De qué servía gritar como un loco? ¿De qué servía propinarle un castigo? Sólo para satisfacer sus más bajos instintos. No era el momento. La política y la diplomacia le habían enseñado a cautelar sus palabras, a templar su temperamento y a esperar oportunidades apropiadas. Eran las estrategias de una batalla dialéctica, su especialidad. Por tanto nada añadió a lo que acababa de escuchar, se limitó a mirarla a los ojos buscando que la tensa incomodidad de la situación hiciesen que ella soltase algo más la lengua.

Se obligó a no mover un músculo mientras veía como ella desistía en continuar aquella envenenada conversación y tomaba camino hacia sus aposentos. “¿Recordará dónde están?”, se preguntaba Gideon. Una parte de él ansiaba correr tras ella y tomarla entre sus brazos, disculpándose por la frialdad y la desconfianza, pero los celos habían enraizado tanto durante los últimos meses que no quería dar esa satisfacción a su esposa.

Mientras se esforzaba en mantener el tipo delante de los criados, tratando de no parecer alterado cuando realmente lo estaba, lentamente dirigió sus pasos hacia aquella habitación que tantos ratos de risas y diversión había conocido. A su alrededor, los lacayos continuaban obedientemente preparando el viaje hacia Aguasdulces, una visita que sus cuestiones personales no iban a impedir. Tomó en su mano el broche que la pelirroja le había regalado. Un pájaro. Ella había volado desde el nido que él le había preparado cuando la sacó de aquel burdel, y ahora se veía incapaz de enjaularla. Una vez la había castigado con crueldad, mostrando su faceta más posesiva, pero después se había arrepentido.

Llegó frente a la estancia donde ella se encontraba con toda probabilidad, su perfume todavía impregnaba el lugar. No quiso entrar, pero su anhelo de verla le hizo entornar la puerta. Ella estaba sentada de espaldas a la puerta, mirando por la ventana con rostro triste. Gideon comprendió que poco podía hacer, pero no quería perderla del todo.

- Lo siento… Lo siento mucho… - se limitó a decir con una tono extremadamente serio.

Cerró la puerta y regresó al jardín. Recogió una rosa azul y la sostuvo meditabundo, mientras la actividad entorno a la fortaleza no cesaba.