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La Tormenta llega a Dorne
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La Tormenta llega a Dorne
El puerto era, por así decirlo, ordinario. En cuanto puso un pie en la tabla para bajar de la galera, Sean tuvo que ahuecar la mano a modo de visera para protegerse del sol. Abrió la boca, la tenía seca, y la volvió a cerrar en una mueca de aburrimiento y desagrado. El capitán Vaal y dos marineros, Zhaek y Gonzael, braavosis hasta la médula, salieron a despedirse. Vaal había disfrutado de su compañía (y de su oro), y los dos rufianes se habían aprovechado de la suerte de Sean en los dados. Les estrechó las manos y el capitán le palmeó la espalda.
-Ten cuidado muchacho- le dijo. Luego miró a sus hombres, y con un gesto los hizo poner a descargar el material.
-¿Cuidado? ¿Yo?- sonrió el joven. Los marineros rieron a carcajadas. Desde la bodega asomó el viejo Klaren, que había sido el principal benefactor indirecto de Sean.- Descuide Capitán, ¿qué puede pasarme aquí?
-Es un país grande, puede pillarte una guerra, o bandidos, o los lysenos- paró en seco y lo pensó mejor,- o los kraken. O peor, puede pillarte el invierno.
-Dudo que el invierno sea peor que los Capas de la Noche- Sean volvía a mirar hacia el puerto. Creía haber visto lo que parecía una taberna, o una posada, o un prostíbulo, con tanto sol no lo distinguía bien.
-No sabes lo que dices, hermano- le contestó el capitán, que empezó a descender por la tabla. Sean lo siguió- ¿Seguro que no quieres venir con nosotros a Braavos? Allí aún queda algún Sangre Argéntea, serías bienvenido.
-No. Demasiada Sangre- sonrió, pero su mirada era triste. El capitán lo entendió al vuelo.
-Disfrutaríamos de tu compañía- dijo al alcanzar el muelle. Sus hombres estaban amarrando el barco.
-Y de mi oro- rió Sean. "Y ya casi no me queda". El capitán rió también.- No, este es mi destino por ahora. Muchas gracias por todo, y buen viaje.
-Largas lunas- le dijo el capitán. Sean sonrió.
-Largas lunas.
Con su equipaje al hombro cruzó los muelles y se perdió entre los edificios que había al otro lado. La sombra de la Torre le dio un respiro a sus ojos, y a su piel. Se detuvo en el primer cartel y miró de soslayo el interior. Burdel. No era el momento, demasiados días sin ver a una mujer, la tentación sería demasiado alta. Pasó de largo de aquel local y caminó por unas cuantas calles. Intentaba orientarse, y no era difícil, la gran torre de la ciudad le servía de punto de referencia y en su mente se iba dibujando poco a poco el mapa de la ciudad. Al final, su búsqueda quedó resuelta. El ruido lo atrajo hasta una bulliciosa taberna a unas calles de los muelles. Entró y sin dudarlo se dirigió a la barra que servía de mostrador y muro protector entre el tabernero y los clientes. Pidió cerveza y una comida caliente. Si volvía a oler el salazón o el pescado vomitaría. Mientras aquel hombre le servía, se giró y apoyó la espalda en la barra. Buscaba mesa libre, y a la vez, estudiaba el lugar. Una sala amplia, con varias columnas de ladrillo soportaban un techo abovedado y deslustrado. Ventanas por las que entraba la luz y varias mesas redondas en donde los parroquianos, trabajadores y gente de bien comía, y donde algunos borrachos se dormían. Unos pocos hombres hablaban de negocios. Negocios que quizás le pudieran interesar. Sean necesitaba dinero, y a no ser que se dedicara a robar, iba a necesitar un empleo. Prefería el empleo. Si estaba allí, si iba a viajar al Muro, era para redimirse, y financiar su viaje cortando bolsas no le parecía un buen modo de conseguirlo.
-Aquí tiene- le dijo el tabernero poniendo un plato de estofado humeante de lo que parecía serpiente. Del plato sobresalían dos grandes galletas y una cuchara de madera. Junto al plato había una jarra de cerveza rubia, sin espuma. Sean asintió y puso un venado de plata en el mostrador sujetándolo con un dedo.
-¿Va bien el negocio?- preguntó Sean. El tabernero se encogió de hombros.- Estoy buscando empleo- dijo y con un gesto del dedo movió la moneda dejando ver otro venado de plata bajo ésta. A la misma vez se había abierto había posado la mano sobre la espada braavosi que descansaba en su cinto.
-Ya, muchos buscan trabajo- respondió el tabernero,- y otros buscan mujeres, y otros buscan comida. A mí me da igual lo que usted busque, pero no traiga problemas con eso en mi local- señaló con un gesto a su espada,- ¿entendido? O tendré que llamar a los guardias y ese acento tyroshi se le atragantará con una lanza dorniense.
Sean separó la mano de la espada y la levantó a modo de disculpa. Lo había captado. Cargó su equipaje al hombro, tomó cerveza y estofado y se sentó en una mesa vacía. Se sentó de espaldas a la pared, junto a una ventana. La brillante luz le hacía quedar medianamente en las sombras, y podía ver toda la estancia. Pero desistió de estudiar a la clientela. El olor del estofado, pese a su aspecto, le había abierto el apetito. Mojó las galletas y las probó, estaban saladas. Eran una especie de pan tostado. Y no estaba malo, se podía comer. Cuando fue a darse cuenta, ya había acabado el plato. La carne estaba sazonada con alguna especia picante y sin embargo la grasa era balsámica. Lo encontró especialmente delicioso, tras la travesía marítima, en la que no habían probado más que carne en salazón y hervido de pescado y tomate. Empinó la cerveza y casi la escupe. Estaba caliente, y muy diluida. Miró el interior de la jarra y sopesó la idea de que realmente fuera pis de vaca. Cuando levantó la mirada un hombre se acercaba a la mesa. Era ancho de hombros y de barba cuidada, aunque no vestía uniforme ni armadura, estaba claro que era un soldado. Quizás engañara a otros, pero a Sean no.
-Buenas tardes- sonrió.
-¿Toda la cerveza de Dorne sabe a meado?- preguntó Sean aún con la mueca de asco en la cara.- Si es así le juro que sólo beberé agua de abrevadero a partir de ahora.
-No le pida usted peras al olmo- sonrió de nuevo, luego levantó la mano en dirección al tabernero y pidió una ronda de algo en dirección a la mesa. -Siempre es curioso ver a un tyroshi desembarcar en Lanza del Sol, más si viene de un barco de Braavos- comentó el hombre, su voz era suave. ¿Un espía? Sean descartó la idea.
-Venían de paso- dijo encogiéndose de hombros. El tabernero llegó y cambió su jarra por otras dos, de un licor de olor dulzón y fuerte. El hombre sonrió y pagó al tabernero. Sean le estudió un instante. Había llegado hacía poco. No lo había visto en su primer estudio del local.
-Le quitará la sed- explicó el hombre que cogió una jarra y la alzó,- a su salud.
-¿Qué quiere?- preguntó Sean tras beber.
-Verá, el capitán Vaal es amigo mío- dijo.- Y siempre que viene me hace una visita. Me dijo que un había traído a un hombre interesante a Lanza del Sol. Y resulta que a mí me gustan los hombres interesantes.
-Y a mí, pero prefiero las mujeres, interesantes o no- contestó Sean. El hombre rió.- ¿Qué le ha contado Vaal?
-Me ha contado que necesitas empleo- masculló,- y el tabernero me lo ha confirmado.
-Cómo vuelan las noticias- dijo Sean, menos sorprendido de lo que fingía.- Verá, no sé si usted puede ofrecerme un empleo que yo pueda realizar.
-Trabajo para cierta persona que estará muy contenta de contar con el talento de un Sangre Argéntea- respondió sonriendo y acercándose a Sean.
-¿Vaal también le ha dicho que soy un Sangre Argéntea?- preguntó Sean, el hombre asintió.- Vaya, ese hijo de puta es menos discreto que las sacerdotisas tyroshis- el comentario hizo reír a su interlocutor. Sean sonrió amargamente y apoyó sus manos en las rodillas, cansado, el hombre seguía con las manos en la cerveza, divertido.- Verá, no sé si usted sabe quiénes eran los Sangre Argéntea. Pero ya no estoy interesado en ese tipo de trabajos.
-¿Ladrones? ¿Asesinos? ¿Espías? Una buena banda de delincuentes, sin duda- el hombre había cambiado el tono,- y me alegra que no pretenda hacer de las suyas en esta ciudad. Si no, no estaría hablando conmigo. Aquí vigilamos muy bien a los de tu calaña. Si te interesa mi oferta, mi jefe se entrevistará contigo, y te explicará los términos del acuerdo- sonrió de nuevo, Sean empezaba a cansarse de esa sonrisa.- Si no, tendrás otra visita, esta vez de los guardias. Tienen unas lanzas muy bonitas.
-Y usted una daga preciosa- dijo Sean levantando la mano izquierda y dejando una daga ancha y corta en la mesa. El hombre lo miró extrañado.- Verá, no sé si se da cuenta de con quién habla. Mi Plata está lista para perforarle las tripas. Morirá en menos de una hora, y dudo que puedan llamar a un maestre siquiera, mucho menos a un compañero que envíe un mensaje. No se ha dado cuenta de que le robaba la daga, ni de que desenfundaba la mía, ni de que le he robado la bolsa con el oro- la dejó también sobre la mesa.- Así que dudo que esté en disposición de hacerme ninguna amenaza.
Ambos se miraron. La cara del hombre ya no era tan jovial, sino que medía a Sean con miedo. El hombre había envejecido casi un lustro de golpe.
-Y ahora dígame ¿quién es usted?- le preguntó Sean.
-Soy Martin Bors- dijo,- trabajo para la casa Martell. Mi tarea es encontrar gente útil que ayude en la protección de la ciudad.
-¿No tenéis suficientes soldados?- se jactó el joven.
-Soldados no- el hombre hizo una mueca,- buscamos agentes, hombres, mujeres y niños. Ojos, oídos y, por qué no, puñales.
-La casa Martell usa los mismos métodos que los criminales- comentó Sean utilizando el mismo tono que Martin había usado para referirse a los Sangre Argéntea.- ¿En qué los convierte eso?
-En guardianes de la ciudad- contestó el hombre.
-Curioso eufemismo- respondió Sean, cansado. Levantó la mano y puso su propia daga en la mesa. Plata era delgada y larga, de una factura impecable.- ¿Qué quiere de mí la casa Martell?
-Ni idea- respondió Martin.- Yo soy un simple agente que trabaja para alguien que recibe órdenes de los Martell. No sé qué quieren de ti, pero puedes ser útil. Si le gustas, entonces quizás te contraten.
-Tú echas la red, ellos eligen los peces- más métodos criminales, esta vez de captación.
-Vaal dice que llevas un apellido de bastardo- siguió Martin, que había vuelto a tranquilizarse.- ¿Bastión de Tormentas, Puertabronce tal vez? ¿Tarth? ¿Qué lleva a un ponienti a unirse a los Sangre Argéntea? Si te aceptaron tienes que tener cierto valor.
Sean no pudo negar que aquello lo hiciera sentirse mejor. Le gustaba que lo adularan, pero olía la trampa a lo lejos. Jugueteó con el anillo de su mano izquierda, el ajado anillo de su madre. Durante un momento ambos callaron. El ruido de la sala no cesó, pero ellos se miraban, uno con curiosidad, y el otro con preocupación.
-¿Cuándo y dónde?- preguntó al fin.
-¿Qué?- Martin parecía perdido.
-Dices que tengo que gustarle a tu jefe. Bien- dijo,- dime dónde y cuándo.
Martin le sostuvo la mirada durante un largo tiempo, luego habló.
-En el jardín de la Casa Azul, cerca de la Tercera Puerta. Mañana al alba.
-Ten cuidado muchacho- le dijo. Luego miró a sus hombres, y con un gesto los hizo poner a descargar el material.
-¿Cuidado? ¿Yo?- sonrió el joven. Los marineros rieron a carcajadas. Desde la bodega asomó el viejo Klaren, que había sido el principal benefactor indirecto de Sean.- Descuide Capitán, ¿qué puede pasarme aquí?
-Es un país grande, puede pillarte una guerra, o bandidos, o los lysenos- paró en seco y lo pensó mejor,- o los kraken. O peor, puede pillarte el invierno.
-Dudo que el invierno sea peor que los Capas de la Noche- Sean volvía a mirar hacia el puerto. Creía haber visto lo que parecía una taberna, o una posada, o un prostíbulo, con tanto sol no lo distinguía bien.
-No sabes lo que dices, hermano- le contestó el capitán, que empezó a descender por la tabla. Sean lo siguió- ¿Seguro que no quieres venir con nosotros a Braavos? Allí aún queda algún Sangre Argéntea, serías bienvenido.
-No. Demasiada Sangre- sonrió, pero su mirada era triste. El capitán lo entendió al vuelo.
-Disfrutaríamos de tu compañía- dijo al alcanzar el muelle. Sus hombres estaban amarrando el barco.
-Y de mi oro- rió Sean. "Y ya casi no me queda". El capitán rió también.- No, este es mi destino por ahora. Muchas gracias por todo, y buen viaje.
-Largas lunas- le dijo el capitán. Sean sonrió.
-Largas lunas.
Con su equipaje al hombro cruzó los muelles y se perdió entre los edificios que había al otro lado. La sombra de la Torre le dio un respiro a sus ojos, y a su piel. Se detuvo en el primer cartel y miró de soslayo el interior. Burdel. No era el momento, demasiados días sin ver a una mujer, la tentación sería demasiado alta. Pasó de largo de aquel local y caminó por unas cuantas calles. Intentaba orientarse, y no era difícil, la gran torre de la ciudad le servía de punto de referencia y en su mente se iba dibujando poco a poco el mapa de la ciudad. Al final, su búsqueda quedó resuelta. El ruido lo atrajo hasta una bulliciosa taberna a unas calles de los muelles. Entró y sin dudarlo se dirigió a la barra que servía de mostrador y muro protector entre el tabernero y los clientes. Pidió cerveza y una comida caliente. Si volvía a oler el salazón o el pescado vomitaría. Mientras aquel hombre le servía, se giró y apoyó la espalda en la barra. Buscaba mesa libre, y a la vez, estudiaba el lugar. Una sala amplia, con varias columnas de ladrillo soportaban un techo abovedado y deslustrado. Ventanas por las que entraba la luz y varias mesas redondas en donde los parroquianos, trabajadores y gente de bien comía, y donde algunos borrachos se dormían. Unos pocos hombres hablaban de negocios. Negocios que quizás le pudieran interesar. Sean necesitaba dinero, y a no ser que se dedicara a robar, iba a necesitar un empleo. Prefería el empleo. Si estaba allí, si iba a viajar al Muro, era para redimirse, y financiar su viaje cortando bolsas no le parecía un buen modo de conseguirlo.
-Aquí tiene- le dijo el tabernero poniendo un plato de estofado humeante de lo que parecía serpiente. Del plato sobresalían dos grandes galletas y una cuchara de madera. Junto al plato había una jarra de cerveza rubia, sin espuma. Sean asintió y puso un venado de plata en el mostrador sujetándolo con un dedo.
-¿Va bien el negocio?- preguntó Sean. El tabernero se encogió de hombros.- Estoy buscando empleo- dijo y con un gesto del dedo movió la moneda dejando ver otro venado de plata bajo ésta. A la misma vez se había abierto había posado la mano sobre la espada braavosi que descansaba en su cinto.
-Ya, muchos buscan trabajo- respondió el tabernero,- y otros buscan mujeres, y otros buscan comida. A mí me da igual lo que usted busque, pero no traiga problemas con eso en mi local- señaló con un gesto a su espada,- ¿entendido? O tendré que llamar a los guardias y ese acento tyroshi se le atragantará con una lanza dorniense.
Sean separó la mano de la espada y la levantó a modo de disculpa. Lo había captado. Cargó su equipaje al hombro, tomó cerveza y estofado y se sentó en una mesa vacía. Se sentó de espaldas a la pared, junto a una ventana. La brillante luz le hacía quedar medianamente en las sombras, y podía ver toda la estancia. Pero desistió de estudiar a la clientela. El olor del estofado, pese a su aspecto, le había abierto el apetito. Mojó las galletas y las probó, estaban saladas. Eran una especie de pan tostado. Y no estaba malo, se podía comer. Cuando fue a darse cuenta, ya había acabado el plato. La carne estaba sazonada con alguna especia picante y sin embargo la grasa era balsámica. Lo encontró especialmente delicioso, tras la travesía marítima, en la que no habían probado más que carne en salazón y hervido de pescado y tomate. Empinó la cerveza y casi la escupe. Estaba caliente, y muy diluida. Miró el interior de la jarra y sopesó la idea de que realmente fuera pis de vaca. Cuando levantó la mirada un hombre se acercaba a la mesa. Era ancho de hombros y de barba cuidada, aunque no vestía uniforme ni armadura, estaba claro que era un soldado. Quizás engañara a otros, pero a Sean no.
-Buenas tardes- sonrió.
-¿Toda la cerveza de Dorne sabe a meado?- preguntó Sean aún con la mueca de asco en la cara.- Si es así le juro que sólo beberé agua de abrevadero a partir de ahora.
-No le pida usted peras al olmo- sonrió de nuevo, luego levantó la mano en dirección al tabernero y pidió una ronda de algo en dirección a la mesa. -Siempre es curioso ver a un tyroshi desembarcar en Lanza del Sol, más si viene de un barco de Braavos- comentó el hombre, su voz era suave. ¿Un espía? Sean descartó la idea.
-Venían de paso- dijo encogiéndose de hombros. El tabernero llegó y cambió su jarra por otras dos, de un licor de olor dulzón y fuerte. El hombre sonrió y pagó al tabernero. Sean le estudió un instante. Había llegado hacía poco. No lo había visto en su primer estudio del local.
-Le quitará la sed- explicó el hombre que cogió una jarra y la alzó,- a su salud.
-¿Qué quiere?- preguntó Sean tras beber.
-Verá, el capitán Vaal es amigo mío- dijo.- Y siempre que viene me hace una visita. Me dijo que un había traído a un hombre interesante a Lanza del Sol. Y resulta que a mí me gustan los hombres interesantes.
-Y a mí, pero prefiero las mujeres, interesantes o no- contestó Sean. El hombre rió.- ¿Qué le ha contado Vaal?
-Me ha contado que necesitas empleo- masculló,- y el tabernero me lo ha confirmado.
-Cómo vuelan las noticias- dijo Sean, menos sorprendido de lo que fingía.- Verá, no sé si usted puede ofrecerme un empleo que yo pueda realizar.
-Trabajo para cierta persona que estará muy contenta de contar con el talento de un Sangre Argéntea- respondió sonriendo y acercándose a Sean.
-¿Vaal también le ha dicho que soy un Sangre Argéntea?- preguntó Sean, el hombre asintió.- Vaya, ese hijo de puta es menos discreto que las sacerdotisas tyroshis- el comentario hizo reír a su interlocutor. Sean sonrió amargamente y apoyó sus manos en las rodillas, cansado, el hombre seguía con las manos en la cerveza, divertido.- Verá, no sé si usted sabe quiénes eran los Sangre Argéntea. Pero ya no estoy interesado en ese tipo de trabajos.
-¿Ladrones? ¿Asesinos? ¿Espías? Una buena banda de delincuentes, sin duda- el hombre había cambiado el tono,- y me alegra que no pretenda hacer de las suyas en esta ciudad. Si no, no estaría hablando conmigo. Aquí vigilamos muy bien a los de tu calaña. Si te interesa mi oferta, mi jefe se entrevistará contigo, y te explicará los términos del acuerdo- sonrió de nuevo, Sean empezaba a cansarse de esa sonrisa.- Si no, tendrás otra visita, esta vez de los guardias. Tienen unas lanzas muy bonitas.
-Y usted una daga preciosa- dijo Sean levantando la mano izquierda y dejando una daga ancha y corta en la mesa. El hombre lo miró extrañado.- Verá, no sé si se da cuenta de con quién habla. Mi Plata está lista para perforarle las tripas. Morirá en menos de una hora, y dudo que puedan llamar a un maestre siquiera, mucho menos a un compañero que envíe un mensaje. No se ha dado cuenta de que le robaba la daga, ni de que desenfundaba la mía, ni de que le he robado la bolsa con el oro- la dejó también sobre la mesa.- Así que dudo que esté en disposición de hacerme ninguna amenaza.
Ambos se miraron. La cara del hombre ya no era tan jovial, sino que medía a Sean con miedo. El hombre había envejecido casi un lustro de golpe.
-Y ahora dígame ¿quién es usted?- le preguntó Sean.
-Soy Martin Bors- dijo,- trabajo para la casa Martell. Mi tarea es encontrar gente útil que ayude en la protección de la ciudad.
-¿No tenéis suficientes soldados?- se jactó el joven.
-Soldados no- el hombre hizo una mueca,- buscamos agentes, hombres, mujeres y niños. Ojos, oídos y, por qué no, puñales.
-La casa Martell usa los mismos métodos que los criminales- comentó Sean utilizando el mismo tono que Martin había usado para referirse a los Sangre Argéntea.- ¿En qué los convierte eso?
-En guardianes de la ciudad- contestó el hombre.
-Curioso eufemismo- respondió Sean, cansado. Levantó la mano y puso su propia daga en la mesa. Plata era delgada y larga, de una factura impecable.- ¿Qué quiere de mí la casa Martell?
-Ni idea- respondió Martin.- Yo soy un simple agente que trabaja para alguien que recibe órdenes de los Martell. No sé qué quieren de ti, pero puedes ser útil. Si le gustas, entonces quizás te contraten.
-Tú echas la red, ellos eligen los peces- más métodos criminales, esta vez de captación.
-Vaal dice que llevas un apellido de bastardo- siguió Martin, que había vuelto a tranquilizarse.- ¿Bastión de Tormentas, Puertabronce tal vez? ¿Tarth? ¿Qué lleva a un ponienti a unirse a los Sangre Argéntea? Si te aceptaron tienes que tener cierto valor.
Sean no pudo negar que aquello lo hiciera sentirse mejor. Le gustaba que lo adularan, pero olía la trampa a lo lejos. Jugueteó con el anillo de su mano izquierda, el ajado anillo de su madre. Durante un momento ambos callaron. El ruido de la sala no cesó, pero ellos se miraban, uno con curiosidad, y el otro con preocupación.
-¿Cuándo y dónde?- preguntó al fin.
-¿Qué?- Martin parecía perdido.
-Dices que tengo que gustarle a tu jefe. Bien- dijo,- dime dónde y cuándo.
Martin le sostuvo la mirada durante un largo tiempo, luego habló.
-En el jardín de la Casa Azul, cerca de la Tercera Puerta. Mañana al alba.
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