Ellos me guían por senderos rectos (Lyanna Arryn)

Para los necios, los insensatos o los imprudentes, una estatua no es, en esencia, más que un trozo de roca o madera tallado de manera caprichosa. Para quien desconoce el lenguaje secreto de los objetos, una moneda no es más que un disco de metal acuñado, o un anillo la inane distracción de un orfebre. Para quien no sabe o no quiere entender, una blasón, un escudo, un nombre, no son más que tela, dibujos, palabras.

El Gran Septo de Baelor no sólo era la imagen más majestuosa e imponente de la Fe en Poniente. Tampoco era un inmenso pero sencillo templo, ni siquiera un cenobio para aquellos que profesaban los votos. El Gran Septo era el centro de la fe, la devoción y la piedad de los Siete Reinos. Una vez rebasadas las puertas, una vez puesto el pie en su ingente patio central abovedado, quien de verdad creía no podía sino sentir la poderosa fuerza, el sutil pero firme influjo de sus muros y columnas. El Gran Septo de Baelor era refugio y era altar, era bastión y era camino, era símbolo y era destino.

El Gran Septo era el primer y último paso entre el cielo y la tierra.

Un sirviente, con cierta torpeza debido a su largo hábito de color gris, recorrió con premura los largos pasillos oscuros escoltado por dos caballeros vestidos con un mano de siete colores, mientras mantenía el alto una lámpara de madera y piel. La pequeña comitiva se detuvo frente a una puerta, en una de las alas del edificio destinada al alojamiento de peregrinos y huéspedes, y fue entonces cuando el sirviente llamó a la puerta, abriéndola al punto con la cabeza gacha, esbozando una especie de torpe saludo.

- ¿Mi señora? Su eminencia os espera en la sala capitular...