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I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
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I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
Llevaba varias horas despierta, aunque no podía decir cuántas con seguridad. Me había revuelto entre las mantas por un buen rato hasta que me cansé de girar como un cerdo asándose, conformándome entonces con quedarme en silencio, con los ojos abiertos y fijos en nada en particular. Gerald respiraba pausadamente a mi lado, como si estuviera profundamente dormido. Pero no estaba segura de aquello tampoco. Lo analicé por unos cuantos minutos, acurrucándome lo más apartada de él que podía sin terminar en el suelo. Parecía tan tranquilo, como si se tratara de un niño que no tuviera que preocuparse por nada. Yo, en su lugar, no sería capaz de volver a dormir, atormentada por tantos recuerdos.
Pero yo no era él. Cansada del infructuoso análisis y del sueño que no quería tomarme, me deslicé con cuidado fuera de la cama y me acerqué hasta la única ventana. El cielo estaba ennegrecido y había una niebla que lo empañaba todo, pero aún así podían distinguirse pequeñas vetas de luz abriéndose paso entre tanta oscuridad. No faltaba mucho para que el día tomara el dominio que le correspondía y, según me había enterado, las costas de Pyke se encontraban cerca. Suspiré pesadamente y me alejé de la ventana, apesadumbrada. De todos los lugares en los que podría haber terminado, caía en uno de los peores. Y en una condición penosa, además. Es como si la vida se empeñara en demostrarme que las cosas siempre podían ser peores cada que pensaba que había llegado al fondo del fondo.
¿Que habría sido de Staver? ¿Y Lysann? ¿Habría vuelto Lord Manderly a Puerto Blanco a acompañar a su hermana? ¿O se habría quedado en Desembarco del Rey esperando a que regresara? Caminé de un lado al otro de la habitación, sintiendo la fría madera bajo mis pies, devanándome entre posibles respuestas. Otra vez cargaba con esa espantosa sensación de encierro y haber estado varios días en un barco no ayudaba en lo absoluto, sobre todo teniendo en cuenta que en todo este tiempo había salido a cubierta en una sola oportunidad. No me quería cruzar con ningún otro pirata ni estaba de ánimos para soportar sus miradas calándome hasta los huesos. Tenía más de lo necesario y conveniente con el que dormía cada noche conmigo, al que tenía que ver prácticamente todo el tiempo. Y si no estaba él en el camarote, aparecía como por arte de magia su cuervo a graznar como un loco. Me miraba con esos ojillos negros como abismos y se quedaba allí hasta que Wynch regresaba, como si me estuviera vigilando. Era, poco más, perturbador. Había ocasiones en las que incluso se tomaba el atrevimiento de posarse en mi hombro y picarme la mejilla, como si yo tuviera algo que darle más que un buen tortazo. Debería haberlo desplumado con mis propias manos pero después hubiera tenido que limpiar yo el desastre que hiciera... Y aguantar vaya a saber qué reacción que tuviera mi “querido” pirata.
Sonreí sacudiendo ligeramente mi cabeza y eché un último vistazo a Gerald antes de cruzar el umbral de la puerta y salir del cuarto. Una brisa húmeda y fría me abrazó, impregnándome de aquel aroma tan particular. Aspiré profundamente varias veces, como si aquel aire me otorgara la libertad que necesitaba. Me acerqué a estribor y observé el oleaje, perdiéndome en la lobreguez tenebrosa de la marea. El agua se arrebujaba sobre sí misma, se envolvía como un brazo y atacaba al casco del barco como un puño cerrado envuelto en acero. La espuma brotaba como si saliera de las fauces de un animal, envolviendo a la madera, como si quisiera devorarla. Era una danza infernal que se repetía sin pausa, sin variar sus pasos, y yo no podía dejar de observarla, aún cuando el agua amenazaba con dejarme empapada. Desde pequeña me había gustado el mar pero nunca había creído que llegaría a cruzarlo. Sí me había imaginado embarcándome en aventuras hacia lugares desconocidos, pero esos solo eran sueños de niña que nunca había tomado como posibilidades reales. Siempre había pensado que permanecería en Puerto Blanco.
Y ahora divisaba las costas de Pyke con sus desniveles y salientes rocosas a través de la bruma de un nuevo día. El sol comenzaba a alzarse pálido en el horizonte, brillando con una luz mortecina. Esta era la bienvenida que recibía. Este sería mi nuevo hogar, al menos temporalmente, hasta que mi destino se torciera por enésima vez, como siempre lo hacía. Esta era mi nueva vida y tendría que volver a empezar, resurgiendo de las cenizas que quedaban de aquella primera versión de mí misma, levantándome luego de haber caído. Con más fuerza. Con más rencor acumulado. Con más ira. Con más furia. Con más fuego ardiendo en mis venas.
Pero yo no era él. Cansada del infructuoso análisis y del sueño que no quería tomarme, me deslicé con cuidado fuera de la cama y me acerqué hasta la única ventana. El cielo estaba ennegrecido y había una niebla que lo empañaba todo, pero aún así podían distinguirse pequeñas vetas de luz abriéndose paso entre tanta oscuridad. No faltaba mucho para que el día tomara el dominio que le correspondía y, según me había enterado, las costas de Pyke se encontraban cerca. Suspiré pesadamente y me alejé de la ventana, apesadumbrada. De todos los lugares en los que podría haber terminado, caía en uno de los peores. Y en una condición penosa, además. Es como si la vida se empeñara en demostrarme que las cosas siempre podían ser peores cada que pensaba que había llegado al fondo del fondo.
¿Que habría sido de Staver? ¿Y Lysann? ¿Habría vuelto Lord Manderly a Puerto Blanco a acompañar a su hermana? ¿O se habría quedado en Desembarco del Rey esperando a que regresara? Caminé de un lado al otro de la habitación, sintiendo la fría madera bajo mis pies, devanándome entre posibles respuestas. Otra vez cargaba con esa espantosa sensación de encierro y haber estado varios días en un barco no ayudaba en lo absoluto, sobre todo teniendo en cuenta que en todo este tiempo había salido a cubierta en una sola oportunidad. No me quería cruzar con ningún otro pirata ni estaba de ánimos para soportar sus miradas calándome hasta los huesos. Tenía más de lo necesario y conveniente con el que dormía cada noche conmigo, al que tenía que ver prácticamente todo el tiempo. Y si no estaba él en el camarote, aparecía como por arte de magia su cuervo a graznar como un loco. Me miraba con esos ojillos negros como abismos y se quedaba allí hasta que Wynch regresaba, como si me estuviera vigilando. Era, poco más, perturbador. Había ocasiones en las que incluso se tomaba el atrevimiento de posarse en mi hombro y picarme la mejilla, como si yo tuviera algo que darle más que un buen tortazo. Debería haberlo desplumado con mis propias manos pero después hubiera tenido que limpiar yo el desastre que hiciera... Y aguantar vaya a saber qué reacción que tuviera mi “querido” pirata.
Sonreí sacudiendo ligeramente mi cabeza y eché un último vistazo a Gerald antes de cruzar el umbral de la puerta y salir del cuarto. Una brisa húmeda y fría me abrazó, impregnándome de aquel aroma tan particular. Aspiré profundamente varias veces, como si aquel aire me otorgara la libertad que necesitaba. Me acerqué a estribor y observé el oleaje, perdiéndome en la lobreguez tenebrosa de la marea. El agua se arrebujaba sobre sí misma, se envolvía como un brazo y atacaba al casco del barco como un puño cerrado envuelto en acero. La espuma brotaba como si saliera de las fauces de un animal, envolviendo a la madera, como si quisiera devorarla. Era una danza infernal que se repetía sin pausa, sin variar sus pasos, y yo no podía dejar de observarla, aún cuando el agua amenazaba con dejarme empapada. Desde pequeña me había gustado el mar pero nunca había creído que llegaría a cruzarlo. Sí me había imaginado embarcándome en aventuras hacia lugares desconocidos, pero esos solo eran sueños de niña que nunca había tomado como posibilidades reales. Siempre había pensado que permanecería en Puerto Blanco.
Y ahora divisaba las costas de Pyke con sus desniveles y salientes rocosas a través de la bruma de un nuevo día. El sol comenzaba a alzarse pálido en el horizonte, brillando con una luz mortecina. Esta era la bienvenida que recibía. Este sería mi nuevo hogar, al menos temporalmente, hasta que mi destino se torciera por enésima vez, como siempre lo hacía. Esta era mi nueva vida y tendría que volver a empezar, resurgiendo de las cenizas que quedaban de aquella primera versión de mí misma, levantándome luego de haber caído. Con más fuerza. Con más rencor acumulado. Con más ira. Con más furia. Con más fuego ardiendo en mis venas.
Valkyria Manderly- Nobleza
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
El sueño siempre se me había escapado. Pocas veces habían sido las que había dormido profundamente, y la mayoría cuando era niño. Desde la muerte de mi madre y mi transformación el Señor de Castroferro, Lord Segador y bla bla bla, el sueño ligero se había transformado en un arma de doble filo. Por un lado no descansaba, pero por el otro me mantenía alerta de todo lo que ocurría... ante el menor movimiento o ruido, saltaba de la cama de forma automática. El problema era que tenía ojeras constantes, pero ya me había resignado a ello. Después de todo, no era como si me preocupara mucho por la apariencia.
Por eso, cuando Manderly se movió y salió de la cama que compartía con ella, más por su propia seguridad que por otra cosa, abrí los ojos de inmediato. La dejé irse, ignorante de mi consciencia, ya que le estaba dando la espalda y no podía ver mi rostro. Ella ya había salido a cubierta varias veces en la semana que nos tomó llegar hasta las Islas, así que no me preocupaba que le pasaría... tenía ciertos recatos, aún cuando sabía que mi tripulación haría exactamente como yo ordenara, pero en alta mar, los hombres piensan mas con la cabeza equivocada.
Una vez que la muchacha dejó el camarote, me senté y miré a Sailor, el cual se estaba dedicando a putear sonoramente. Sonreí y le tiré una almohada, cosa que lo hizo volar fuera. Me froté la frente y me coloqué los pantalones... el aire estaba húmedo y frío... eso significaba que el hogar estaba cerca. Me puse las botas y salí junto con mi botella y una manzana que saqué de un frutero que estaba cerca. La fría niebla hizo que la piel de mi pecho se estremeciera, al igual que la de cualquier hombre que anduviera por la parte superior del Ghostmoon, los cuales no eran muchos. Solo el timonel y el dormilón del vigía del carajo. Ayer se había celebrado bastante...
A ambos lados del galeón, había dos barcoluengos escoltas que surcaban el mar de forma grácil y silenciosa, cortando la niebla como navajas. A estribor estaba la esbelta y blanca figura de la chica. Le silbé para llamarle la atención y le tiré la manzana para que desayunara. Por más que el sol fuera mas debil en el Mar del Ocaso, aún tenía presencia, cosa que, sorprendente mente, alegraba a los hombres de Hierro. "El desayuno..." Le dije, apoyándome a su lado sobre el pasador del barco y notando la cercanía de las Islas... y la construcción gigante que era Castroferro. A decir verdad, el Castillo de los Wynch era uno de los más grandes y potentes de las Islas, siendo una plaza sólida y difícil de tomar, además de que, gracias a su tamaño, la cantidad de gente que podía albergar era descomunal. Aún así, no consideraba ni el Castillo, ni las Tierras a su Alrededor como mi hogar. "Castroferro... bienvenida muchacha... ése es mi... casa. recité, pensando cada palabra, para luego tomar de mi botella. La verdad, los recuerdos que tenía de Sigfrid emborrachándose y siendo un negligente con su familia y responsabilidades en ésas mismas paredes, me volvían reticente a volver a las mismas... pero tenía responsabilidades, y no pensaba ser igual que mi padre. Nunca lo había sido, y nunca lo sería.
El barco llegaba al puerto del castillo, y pedí a Mikken, mi segundo al mando, que me pasara mi camisa y jubón. En tierra la temperatura era más baja aún. Miré a la continental a los ojos y le sonreí."Vas a necesitar éstas en las Islas... pero un solo mal uso, y te atienes a las consecuencias. Ah... y "mal uso" está definido según MIS criterios, no los tuyos." le advertí, dándole sus dagas enfundadas en sus respectivas vainas y el cinturón.
Por eso, cuando Manderly se movió y salió de la cama que compartía con ella, más por su propia seguridad que por otra cosa, abrí los ojos de inmediato. La dejé irse, ignorante de mi consciencia, ya que le estaba dando la espalda y no podía ver mi rostro. Ella ya había salido a cubierta varias veces en la semana que nos tomó llegar hasta las Islas, así que no me preocupaba que le pasaría... tenía ciertos recatos, aún cuando sabía que mi tripulación haría exactamente como yo ordenara, pero en alta mar, los hombres piensan mas con la cabeza equivocada.
Una vez que la muchacha dejó el camarote, me senté y miré a Sailor, el cual se estaba dedicando a putear sonoramente. Sonreí y le tiré una almohada, cosa que lo hizo volar fuera. Me froté la frente y me coloqué los pantalones... el aire estaba húmedo y frío... eso significaba que el hogar estaba cerca. Me puse las botas y salí junto con mi botella y una manzana que saqué de un frutero que estaba cerca. La fría niebla hizo que la piel de mi pecho se estremeciera, al igual que la de cualquier hombre que anduviera por la parte superior del Ghostmoon, los cuales no eran muchos. Solo el timonel y el dormilón del vigía del carajo. Ayer se había celebrado bastante...
A ambos lados del galeón, había dos barcoluengos escoltas que surcaban el mar de forma grácil y silenciosa, cortando la niebla como navajas. A estribor estaba la esbelta y blanca figura de la chica. Le silbé para llamarle la atención y le tiré la manzana para que desayunara. Por más que el sol fuera mas debil en el Mar del Ocaso, aún tenía presencia, cosa que, sorprendente mente, alegraba a los hombres de Hierro. "El desayuno..." Le dije, apoyándome a su lado sobre el pasador del barco y notando la cercanía de las Islas... y la construcción gigante que era Castroferro. A decir verdad, el Castillo de los Wynch era uno de los más grandes y potentes de las Islas, siendo una plaza sólida y difícil de tomar, además de que, gracias a su tamaño, la cantidad de gente que podía albergar era descomunal. Aún así, no consideraba ni el Castillo, ni las Tierras a su Alrededor como mi hogar. "Castroferro... bienvenida muchacha... ése es mi... casa. recité, pensando cada palabra, para luego tomar de mi botella. La verdad, los recuerdos que tenía de Sigfrid emborrachándose y siendo un negligente con su familia y responsabilidades en ésas mismas paredes, me volvían reticente a volver a las mismas... pero tenía responsabilidades, y no pensaba ser igual que mi padre. Nunca lo había sido, y nunca lo sería.
El barco llegaba al puerto del castillo, y pedí a Mikken, mi segundo al mando, que me pasara mi camisa y jubón. En tierra la temperatura era más baja aún. Miré a la continental a los ojos y le sonreí."Vas a necesitar éstas en las Islas... pero un solo mal uso, y te atienes a las consecuencias. Ah... y "mal uso" está definido según MIS criterios, no los tuyos." le advertí, dándole sus dagas enfundadas en sus respectivas vainas y el cinturón.
Gerald Wynch
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
Atrapé la manzana casi de casualidad, sin esperarme aquella abrupta aparición. Más bien, contaba con que Gerald se plantara de un momento al otro junto a mí, como siempre, pero no es la clase de personas a las que se les de preocuparse por otros y definitivamente no era el tipo de hombre que se molestaría en pensar siquiera en darte algo de desayunar. Eso creía yo, pero últimamente todo lo que creía se iba al cuerno o al fondo del mar. Lo cierto era que, por mucha mala fama que todos los hijos del hierro tuvieran, Lord Wynch parecía ser un bebé de pecho comparado con aquella. Eso no implicaba que fuera a agradarme ni que mi actitud hacia el cambiaría, al menos no abiertamente. Lo consideraría simplemente como buena suerte dentro de tantos reveses y giros desafortunados de aquella existencia a la que descaradamente llamaba vida, suerte que podría acabarse cuando a él se le diera la gana y cuando yo perdiera esa chispa que tanto le interesaba.
Siendo sincera conmigo misma, no entendía a qué iba la utilidad de llevarme a sus dominios. Sí, me consideraba particular. No, no me consideraba buena compañía en lo absoluto. Creo que los únicos que lo hacían eran mis medio hermanos porque, en lo que respectaba a los demás, parecían estar de acuerdo con mi propia opinión. Hacían bien. Mantenerse alejados de mí era símbolo de una sana cordura. Era inestable, pendenciera, grosera y terca como pocas. Si con mi lengua no bastaba, mis dagas lo resolvían todo. No tenía paciencia ni la tendría jamás. Era peligrosa, principalmente para mí misma, y arrastraba a cualquiera que me rodeara a mi centro de destrucción. En algún lugar, quería creer, debería quedar algo bueno. Algún dejo de esa persona que podría haber sido si las cosas hubieran sido diferentes. Podría ser, no lo sabía. No me tomaba el tiempo de rebuscar entre tanto carbón un diamante perdido. Era inútil. Mientras no accediera a esa vulnerabilidad, me mantendría viva. ¿O siendo bondadosa hubiera llegado aquí? ¿Siendo compasiva habría sobrevivido al saqueo? ¡Por favor! Aquel que no demostrara el nervio necesario, moría sin honor y sin causa. Y estando con piratas... Era mejor hacerse valer.
—Buena manera de empezar el día —dije señalando la botella en sus manos para luego dar una pequeña mordida a la manzana que me había ofrecido. No tenía hambre, desde que había dejado El Tridente en lo último en que pensaba era en llenar mi estómago, pero sabía que necesitaba comer algo para mantenerme en pie. Las cosas no se pondrían más fáciles a partir de ahora. Y lo peor todavía no había ocurrido—. No pareces particularmente contento de regresar a tu... ¿Hogar? —Castroferro se alzaba imponente, casi amenazante. Las expectativas de establecerme allí no eran más que lúgubres. Era enorme, oscuro, asentado en una tierra cuya nobleza no podía más que ponerse en duda. No, no sería este mi hogar. Sería solo un nuevo objeto que lucir como decoración en aquel castillo, en todo caso. Sería un perfecto calentador con las curvas de una mujer y con el título de esposa de sal. ¿Qué mejor?—. Y claramente no podemos decir que yo soy bien venida... Así que ahórrate las formalidades.
Había sido arrastrada en contra de mi voluntad. Me había despertado en un barco con una cabeza medio podrida sobre mi vientre. Había tenido que lidiar con él, sacándome la poca dignidad que me quedaba. Y todavía me daba la bienvenida. Si pretendía que en algún momento yo comprendiera su actitud y su forma de actuar, iba bien errado. Ahora, si la idea era que terminara con un enjambre zumbándome en la cabeza, tenía que felicitarlo. Gerald Wynch era una incógnita a mis ojos. Nunca se decidía a trazar el camino esperado y nunca reaccionaba como una pretendía o temía. Era como un pez nadando a contracorriente y, en cierta medida, podía llegar a identificarme con él. Otro punto más que jamás admitiría y que me abstendría de dejar en evidencia. Aunque, con el rumbo que todo estaba tomando, quién sabe qué acabaría haciendo o diciendo. Era pura contradicción, de cabo a rabo, y Wynch no lo hacía más sencillo.
—¿Qué mérito hice para ganarlas de vuelta? —pregunté enarcando una ceja al ver que me extendía mis dagas. Lo dicho, estaba empecinado en hacerme perder los estribos y la poca cordura que quedaba alojada en algún lugar recóndito de mi cerebro. Maldito fuera él, sus decisiones y sus criterios. Y maldita fuera yo también, que trataba de entenderlo—. Deberías hacer una lista de tus criterios, pirata. O una lista de recomendaciones para sobrevivir en las islas siendo continental. O algo así, ya sabes... No querrás perder a tu esposa de sal tan pronto pise tierra firme —reí ácidamente, tomando mis dagas de vuelta. El tacto de ellas y el sentir su peso de nuevo en mis manos me infundió algo de ánimos y tranquilidad, aún estando en la boca del lobo. Estaba a solo un paso de ser devorada... O de matar al animal.
Siendo sincera conmigo misma, no entendía a qué iba la utilidad de llevarme a sus dominios. Sí, me consideraba particular. No, no me consideraba buena compañía en lo absoluto. Creo que los únicos que lo hacían eran mis medio hermanos porque, en lo que respectaba a los demás, parecían estar de acuerdo con mi propia opinión. Hacían bien. Mantenerse alejados de mí era símbolo de una sana cordura. Era inestable, pendenciera, grosera y terca como pocas. Si con mi lengua no bastaba, mis dagas lo resolvían todo. No tenía paciencia ni la tendría jamás. Era peligrosa, principalmente para mí misma, y arrastraba a cualquiera que me rodeara a mi centro de destrucción. En algún lugar, quería creer, debería quedar algo bueno. Algún dejo de esa persona que podría haber sido si las cosas hubieran sido diferentes. Podría ser, no lo sabía. No me tomaba el tiempo de rebuscar entre tanto carbón un diamante perdido. Era inútil. Mientras no accediera a esa vulnerabilidad, me mantendría viva. ¿O siendo bondadosa hubiera llegado aquí? ¿Siendo compasiva habría sobrevivido al saqueo? ¡Por favor! Aquel que no demostrara el nervio necesario, moría sin honor y sin causa. Y estando con piratas... Era mejor hacerse valer.
—Buena manera de empezar el día —dije señalando la botella en sus manos para luego dar una pequeña mordida a la manzana que me había ofrecido. No tenía hambre, desde que había dejado El Tridente en lo último en que pensaba era en llenar mi estómago, pero sabía que necesitaba comer algo para mantenerme en pie. Las cosas no se pondrían más fáciles a partir de ahora. Y lo peor todavía no había ocurrido—. No pareces particularmente contento de regresar a tu... ¿Hogar? —Castroferro se alzaba imponente, casi amenazante. Las expectativas de establecerme allí no eran más que lúgubres. Era enorme, oscuro, asentado en una tierra cuya nobleza no podía más que ponerse en duda. No, no sería este mi hogar. Sería solo un nuevo objeto que lucir como decoración en aquel castillo, en todo caso. Sería un perfecto calentador con las curvas de una mujer y con el título de esposa de sal. ¿Qué mejor?—. Y claramente no podemos decir que yo soy bien venida... Así que ahórrate las formalidades.
Había sido arrastrada en contra de mi voluntad. Me había despertado en un barco con una cabeza medio podrida sobre mi vientre. Había tenido que lidiar con él, sacándome la poca dignidad que me quedaba. Y todavía me daba la bienvenida. Si pretendía que en algún momento yo comprendiera su actitud y su forma de actuar, iba bien errado. Ahora, si la idea era que terminara con un enjambre zumbándome en la cabeza, tenía que felicitarlo. Gerald Wynch era una incógnita a mis ojos. Nunca se decidía a trazar el camino esperado y nunca reaccionaba como una pretendía o temía. Era como un pez nadando a contracorriente y, en cierta medida, podía llegar a identificarme con él. Otro punto más que jamás admitiría y que me abstendría de dejar en evidencia. Aunque, con el rumbo que todo estaba tomando, quién sabe qué acabaría haciendo o diciendo. Era pura contradicción, de cabo a rabo, y Wynch no lo hacía más sencillo.
—¿Qué mérito hice para ganarlas de vuelta? —pregunté enarcando una ceja al ver que me extendía mis dagas. Lo dicho, estaba empecinado en hacerme perder los estribos y la poca cordura que quedaba alojada en algún lugar recóndito de mi cerebro. Maldito fuera él, sus decisiones y sus criterios. Y maldita fuera yo también, que trataba de entenderlo—. Deberías hacer una lista de tus criterios, pirata. O una lista de recomendaciones para sobrevivir en las islas siendo continental. O algo así, ya sabes... No querrás perder a tu esposa de sal tan pronto pise tierra firme —reí ácidamente, tomando mis dagas de vuelta. El tacto de ellas y el sentir su peso de nuevo en mis manos me infundió algo de ánimos y tranquilidad, aún estando en la boca del lobo. Estaba a solo un paso de ser devorada... O de matar al animal.
Valkyria Manderly- Nobleza
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
El proceso de acostumbrarse a nuevas personas no era sencillo para la mayoría… de las personas. Yo, en cambio, con solo convivir unas pocas horas, ni hablar de días, entendía cómo funcionaba el actuar de cada uno. En el caso de la chica, era más que obvio que era una insolente empedernida, pero yo mismo era así, así que sería hipócrita recriminárselo o castigarla por cada frase ácida que se le ocurría. En Realidad, ésa característica era atractiva… no mentiría. Igualmente, todas las veces que me encontraba con una mujer, últimamente se trataba de una que tenía respuestas ácidas y que decidía dejarme marcas en el cuerpo… o yo buscaba mal, o las continentales se habían revolucionado. Me desperecé contra el pasamanos y soné los huesos de mi cuello, justo cuando las palabras de Valkyria salieron de su boca.
”Mi hogar es mi barco, no un conjunto de piedras en una Isla… aún así, y aunque no lo creas, tengo obligaciones para con ése conjunto de piedras en particular, y, por lo tanto, es parte de mi… residencia” expliqué, como si se tratara de una niña… más pequeña de lo que era. Dí un sorbo a la botella y ya me sentí renovado. ”No es ninguna formalidad, es un sarcasmo, uno que deberías aprender a apreciar…” me encogí de hombros y di la orden a los hombres para que levantaran al resto de los tripulantes. Pronto, la actividad en los cinco barcos comenzó a bullir en cubierta, cargando con las provisiones y encargándose de las amarras, bajando las velas y preparándose para remar hasta el puerto, donde se amarrarían las naves.
Alcé una ceja ante su siguiente pregunta. ”Al parecer no entiendes bien el común…. Preguntas demasiado. El mérito fue una buena actuación y una actitud para nada cobarde.” Sinceré, considerando que no hacía ningún daño que supiera. ”Mis criterios son míos, no necesito explicártelos. Por otro lado, bien puedes aprender a entenderlos por tu propia cuenta. En cuanto a las recomendaciones sobre cómo sobrevivir en las Islas, la única que se me ocurre de momentos es que cuides la lengua y seas… básicamente lo contrario a lo que eres. Nada de cortar cabezas, nada de contestar violentamente, nada de eso… a menos que te veas atacada en primer lugar. Por eso las dagas.” mi clase sobre supervivencia Isleña del día de hoy estaba finalizada. Por fin, el puerto de Castroferro se alzó imponente, dejando ver las decenas de embarcaciones de guerra que en él descansaban. Ése sí era mi orgullo, de eso sí me sentía a gusto. La fuerza de mi casa, el esplendor de mi hogar estaba en la cantidad de Hombres de Hierro que habían elegido a la casa Wynch como sus líderes.
El Ghostmoon, el barco insignia de la flota, era gigante en comparación a los barcoluengos, más ágiles, si, pero menos resistentes y armados, y navegó a través de las múltiples embarcaciones, llegando justo al amarradero, donde comenzaba el pueblo. Todos los hombres me reconocían a mí y a mi barco. De hecho, me conocían más a mi que a mi casa, ya que los Wynch tenían poca o cero influencia en las Islas, cosa que se le debía atribuir a mi padre en primer lugar… y a mí mismo en segundo. Aún así, no todos los hombres me consideraban un buen líder, la gran mayoría sí, pero no todos. Algunos me veían como un extravagante, loco perdido y completamente ido. Quizás por eso era que les cortaba las cabezas y las dejaba descansar en los distintos recovecos de mi barco. Una vez el galeón se hubo detenido y las anclas fueron lanzadas, las rampas bajaron a tierra y me dispuse a bajar, mis armas en sus lugares y mi ropa ya arreglada… o medianamente, ya que un continental me vería como un andrajoso vagabundo. No le dije nada a la muchacha… esperaba que fuera lo suficientemente cuerda como para seguirme, o morir en manos de los hombres que me aclamaban o puteaban en tierra.
El suelo era húmedo y barroso, las piedras resbaladizas y traicioneramente puntiagudas, como garras que surgían del interior mismo de las Islas. Muchas de ellas estaban salpicadas en limaduras de hierro, cobre y otros metales, pero que poco valían en ésas cantidades. Aún así, una vez que salimos de la costa, un llano verde y medianamente escarpado se abrió, mostrando que el Ahogado era generoso con su gente también. La riqueza de Castroferro se debía a los innumerables rebaños de cabras que pastaban en sus tierras, consiguiendo el monopolio de la producción de alimentos en forma de carne, cuero y leche, por lo menos, dentro de las Islas. Centenares o millares de lomos blancos, negros y marrones se movilizaban de un lado al otro, acarreados por sus pastores, y hubiera sido un buen espectáculo… de no haber estado apagado por la visión de las múltiples estacas que, en sus puntas, lucían cabezas nuevas y viejas que eran consumidas por los cuervos que sobrevolaban el festín.
Haciendo ningún caso a los cráneos, mis hombres, Valkyria y yo llegamos a las puertas del Castillo, el cual era menos húmedo y tan esplendoroso arquitectónicamente hablando como los de los Continentales, sólo que menos alumbrado y adornado y más… tétrico. Los sirvientes se apartaban de mi camino o se encargaban de dejar en claro lo mucho que se me había tenido en falta. Pocas respuestas y muchas ordenes surgieron de mi garganta, incluyendo la de atender a los muchachos y la de que tuvieran lista mi habitación, a donde me conduje, luego de darle un leve empujón a la muchacha para que me siguiera.
”Mi hogar es mi barco, no un conjunto de piedras en una Isla… aún así, y aunque no lo creas, tengo obligaciones para con ése conjunto de piedras en particular, y, por lo tanto, es parte de mi… residencia” expliqué, como si se tratara de una niña… más pequeña de lo que era. Dí un sorbo a la botella y ya me sentí renovado. ”No es ninguna formalidad, es un sarcasmo, uno que deberías aprender a apreciar…” me encogí de hombros y di la orden a los hombres para que levantaran al resto de los tripulantes. Pronto, la actividad en los cinco barcos comenzó a bullir en cubierta, cargando con las provisiones y encargándose de las amarras, bajando las velas y preparándose para remar hasta el puerto, donde se amarrarían las naves.
Alcé una ceja ante su siguiente pregunta. ”Al parecer no entiendes bien el común…. Preguntas demasiado. El mérito fue una buena actuación y una actitud para nada cobarde.” Sinceré, considerando que no hacía ningún daño que supiera. ”Mis criterios son míos, no necesito explicártelos. Por otro lado, bien puedes aprender a entenderlos por tu propia cuenta. En cuanto a las recomendaciones sobre cómo sobrevivir en las Islas, la única que se me ocurre de momentos es que cuides la lengua y seas… básicamente lo contrario a lo que eres. Nada de cortar cabezas, nada de contestar violentamente, nada de eso… a menos que te veas atacada en primer lugar. Por eso las dagas.” mi clase sobre supervivencia Isleña del día de hoy estaba finalizada. Por fin, el puerto de Castroferro se alzó imponente, dejando ver las decenas de embarcaciones de guerra que en él descansaban. Ése sí era mi orgullo, de eso sí me sentía a gusto. La fuerza de mi casa, el esplendor de mi hogar estaba en la cantidad de Hombres de Hierro que habían elegido a la casa Wynch como sus líderes.
El Ghostmoon, el barco insignia de la flota, era gigante en comparación a los barcoluengos, más ágiles, si, pero menos resistentes y armados, y navegó a través de las múltiples embarcaciones, llegando justo al amarradero, donde comenzaba el pueblo. Todos los hombres me reconocían a mí y a mi barco. De hecho, me conocían más a mi que a mi casa, ya que los Wynch tenían poca o cero influencia en las Islas, cosa que se le debía atribuir a mi padre en primer lugar… y a mí mismo en segundo. Aún así, no todos los hombres me consideraban un buen líder, la gran mayoría sí, pero no todos. Algunos me veían como un extravagante, loco perdido y completamente ido. Quizás por eso era que les cortaba las cabezas y las dejaba descansar en los distintos recovecos de mi barco. Una vez el galeón se hubo detenido y las anclas fueron lanzadas, las rampas bajaron a tierra y me dispuse a bajar, mis armas en sus lugares y mi ropa ya arreglada… o medianamente, ya que un continental me vería como un andrajoso vagabundo. No le dije nada a la muchacha… esperaba que fuera lo suficientemente cuerda como para seguirme, o morir en manos de los hombres que me aclamaban o puteaban en tierra.
El suelo era húmedo y barroso, las piedras resbaladizas y traicioneramente puntiagudas, como garras que surgían del interior mismo de las Islas. Muchas de ellas estaban salpicadas en limaduras de hierro, cobre y otros metales, pero que poco valían en ésas cantidades. Aún así, una vez que salimos de la costa, un llano verde y medianamente escarpado se abrió, mostrando que el Ahogado era generoso con su gente también. La riqueza de Castroferro se debía a los innumerables rebaños de cabras que pastaban en sus tierras, consiguiendo el monopolio de la producción de alimentos en forma de carne, cuero y leche, por lo menos, dentro de las Islas. Centenares o millares de lomos blancos, negros y marrones se movilizaban de un lado al otro, acarreados por sus pastores, y hubiera sido un buen espectáculo… de no haber estado apagado por la visión de las múltiples estacas que, en sus puntas, lucían cabezas nuevas y viejas que eran consumidas por los cuervos que sobrevolaban el festín.
Haciendo ningún caso a los cráneos, mis hombres, Valkyria y yo llegamos a las puertas del Castillo, el cual era menos húmedo y tan esplendoroso arquitectónicamente hablando como los de los Continentales, sólo que menos alumbrado y adornado y más… tétrico. Los sirvientes se apartaban de mi camino o se encargaban de dejar en claro lo mucho que se me había tenido en falta. Pocas respuestas y muchas ordenes surgieron de mi garganta, incluyendo la de atender a los muchachos y la de que tuvieran lista mi habitación, a donde me conduje, luego de darle un leve empujón a la muchacha para que me siguiera.
Gerald Wynch
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
“Preguntas demasiado”, “mis criterios son míos”... Definitivamente no había llegado a la conclusión de que picarme con sus frases a esta hora, en este lugar y contando con el particular vínculo que nos unía no era una gran idea. Bien sabía que con él no podría descargar mi enojo ni mi frustración, pero bien sabía también que de alguna manera debería sacarme de encima tanto peso. Y eso solo podía llevar a un resultado: alguien más serviría para el propósito. El primero fue Hrold que, para mi suerte, no contaba con muchas luces. Pero ahora, estando en tierra de hijos del hierro... Él lo había dicho, tenía que ser radicalmente distinta a quien usualmente era. Pero volverme un ente sumiso y callado no entraba en mis planes futuros. No encajaba, ni aunque lo intentara a la fuerza.
Era como pedirle a él que dejara de saquear y se convirtiera en todo un señor continental. Era estúpido y eso era evidente. Había sido educada así, me había hecho así a mí misma al no contar con otra figura más que Staver y la sombra de Lysann, que complacían mis gustos y dejaban que fuera como quisiera ser. No tenía muchas opciones. No podía rebelarme contra mi propia naturaleza, contra quien yo era. Además, si no fuera así, perdería lo único que me mantenía con cada parte en su lugar. Lo dicho, Wynch se contradecía a sí mismo. Has esto pero lo otro también, aunque vaya en contra de lo primero... Y cuando lo hiciera, tampoco le vendría bien. Sería una cadena de nunca acabar en la que yo terminaría con unas ansias desgarradoras de asesinarlo o cargarme a cualquiera que me rondara. Y ahora que tenía las dagas en mi poder nuevamente, lo más probable es que no resistiera mucho. Mis ánimos estaban caldeados, mis nervios en un endeble equilibrio que se iba al cuerno por momentos y el nuevo ambiente no ayudaría mucho a calmarme. De estar encerrada en un barco, estaría encerrada en un castillo de aspecto tan afable como los tripulantes que iban de un lado al otro preparando todo para nuestra llegada al puerto. Wynch debía estar de broma al sugerir siquiera la posibilidad de que me mantuviera en silencio, comportándome como lo haría cualquier otra de mi clase en estas condiciones. Eso sin contar con el hecho de que, aún comportándome más o menos de manera normal, las desgracias me encontraban de todos modos.
—Tus criterios referentes a mí son estúpidos en el mejor de los casos —dije sin mirarlo, colocando mis dagas en los lugares de siempre. Dos hombres de la tripulación perdieron valiosos segundos en observar cómo y dónde las guardaba, como si jamás hubieran visto a mujer alguna cargando con armas. Sonreí para mis adentros, entendiendo la razón de su curiosidad. Era una rehén. No se suponía que mi captor me entregara un par de dagas, sobre todo cuando se trataba de la chica que había arrancado una cabeza de un hombre de hierro con tanta facilidad—. ¿Planeas jugar a la batalla naval? —pregunté, señalando los barcos que se encontraban ya en el puerto. Eran particularmente distintos a aquellos que solían verse normalmente por Puerto Blanco—. Oh, cierto, las preguntas te molestan. Debería evitarlas... Pero, ¿sabes? No es que me importe mucho lo que te moleste o no. Tu sola presencia a mi lado ya es suficiente molestia y no me ves quejándome por todos los rincones —concluí, dejando bien asentado que esa mañana estaba más cabreada que de costumbre.
Las rampas se apoyaron en tierra con un leve crujido y Gerald descendió de la embarcación. Me quedé apenas un minuto más contemplando el terreno que se extendía ante mi vista y me decidí a seguirlo. Él era lo único que me ataba a estas tierras y lo único que me aseguraba tener mi pellejo a salvo. Vaya paradoja, él también era quien podía arrancármelo si así le venía en gana. Caminé con cuidado, sintiendo las rocas filosas clavarse en mi calzado, percibiendo la humedad que empezaba a mellar en ellos al entrar en contacto con el barro. El aire era más pesado que de costumbre y sentía que respiraba agua salada, hinchando mis pulmones hasta agotarlos. La sal se impregnaba en todo mi cuerpo al son desacompasado del viento, haciéndome sentir pegajosa. Mi mirada oteaba en el horizonte en búsqueda de algo más que un pueblo espantoso al que nunca pertenecería, pero solo encontraba un panorama gris y poco alentador. Y yo que me quejaba en Desembarco... Nunca me había gustado del todo Desembarco del Rey pero, comparado con esto, lo prefería mil veces. Tarde para preferencias.
La costa quedó atrás rápidamente y un llano dominó el paisaje. Cientos de cabras a diestra y siniestra pastaban mansamente o seguían a sus pastores, sin inmutarse ante nuestra presencia, sin tomarnos como una amenaza, sin siquiera notar que estábamos allí, tan cerca. Mi concentración no tardó en dispersarse y en buscar otro tanto que ver, reparando entonces en las muchas cabezas que se lucían en sus estacas. Algunas todavía conservaban rasgos humanos, otras eran simples restos de pellejos podridos recubriendo un cráneo. Restos que no tardarían en desaparecer gracias a la ardua labor de aquellas criaturas de alas negras como el carbón y presagios más negros aún.
—Si fueras como los demás de tu clase, apuesto a que hubiera terminado adornando una de aquellas estacas, si es que llegaba aquí, lo cual tampoco hubiera sido probable —dije poco antes de que arribáramos a la entrada del castillo. Volvía a sentirme como una rata, sucia y fuera de lugar. Miré de un lado al otro, absorbiendo cada detalle, observando con interés a aquellos que decidían alejarse de su señor en vez de darle la bienvenida. Era a aquellos a los que tendría en vista durante mi estadía en Castroferro y era de ellos de quienes intentaría sonsacar algo más de información—. Te recuerdo que todavía sé andar por mis propios medios —lo miré directamente a los ojos, como si solo con aquella mirada pudiera atravesarlo como mis dagas deberían hacerlo. Molesta, avancé en la dirección indicada, sin bajar mi vista. Permanecería imperturbable, al igual que él. Gerald había comenzado su juego, según sus reglas. Yo debería adaptarme a ellas y aprender a jugar.
Valkyria Manderly- Nobleza
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
La chica seguía insistiendo en compararse conmigo… era terca, de verdad. Por eso, antes de descender del barco, me giré sobre mis talones y la enfrenté, mirándola a los ojos con el hombre de hierro a flor de piel. Esta vez no había matices, la bestia estaba suelta, y los ojos de la misma eran dos ascuas inyectadas en sangre… el resto de mi rostro permanecía serio, pero la voz me salió fría y cortante. No es que hubiera perdido la paciencia, era que, por más que apreciaba un buen desafío, había límites que las continentales no debían traspasar. ”Nadie te preguntó cuál era tu opinión en cuanto a mis criterios… a nadie le importa lo que pienses y, en caso que no te hayas dado cuenta, no tienes derecho a quejarte. El más bajo de nuestros hombres o la mas desdeñada de nuestras putas tiene mas derechos que tú en éste momento… recuerda eso… Solté, luego me acerqué más aún a su rostro. ”Y si vuelves a decir una palabra de desafío en la cubierta de mi barco o de cualquier otro en el que yo me encuentre, o no, lamentarás el día de tu nombre y lo que le pasó a Hrold será una bendición al lado de lo que te ocurrirá…” Nada más, no había lugar a respuestas. Si lo hacía, bien podía darse por muerta.
El resto del camino a Castroferro quedó a nuestras espaldas sin contratiempos, a excepción de un comentario salteado por parte de la muchacha, que fue ignorada por completo. Luego de ser atendidos como correspondía y de haber enviado a los hombres a descansar, mi expresión volvía a ser la normal, aquella que se burlaba del mundo entero. Claramente, Valkyria decidió seguir tirando ironías al aire, lo que le hizo ganarse otro empujón aún más fuerte, completamente innecesario, ya que me adelanté a ella y la conduje hasta las habitaciones principales. Si algo tenía el castillo era que mantenía el frío afuera y la humedad se escapaba de los salones utilizados cotidianamente, pero tenía muchas habitaciones en los niveles superiores. Pero a mí nunca me habían gustado las escaleras, ya que me sentía seguro con los pies a un nivel del mar mas o menos aceptable. Por lo tanto, mis habitaciones habían sido mudadas al nivel inferior, en lo que antes había sido una sala de estar.
La sala era enorme, aunque gran cantidad de su espacio estaba ocupado por saqueos y objetos arrebatados de distintos barcos y pueblos costeros, entre ellos había una estrella de los Siete que pensaba fundir para hacer algún tipo de arreglo en acero. Me quité los trastos y me lavé la cara en una palangana, para luego mirar por la ventana que daba directo al mar. ”Puedes dormir o puedes acompañarme al patio de armas...” dije cortantemente. Atrás mío había una cama bastante amplia también, la que ella usaría de ahora en adelante. En cuanto a mi invitación, había sido expedida con la intención de ver que tan buena era ella con las armas… pero había que esperar a que se diera cuenta de ello. La miré de reojo y soné los huesos del cuello, costumbre adquirida con los años.
El patio de armas era un espacio que se podía ver desde la habitación. Estaba cerca al mar, y consistía de un terreno embarrado y asentado, con varios muñecos de prácticas que se caían a pedazos. Allí se podía ver como los hombres de la casa Wynch se desvivían por derrotarse mutuamente…
El resto del camino a Castroferro quedó a nuestras espaldas sin contratiempos, a excepción de un comentario salteado por parte de la muchacha, que fue ignorada por completo. Luego de ser atendidos como correspondía y de haber enviado a los hombres a descansar, mi expresión volvía a ser la normal, aquella que se burlaba del mundo entero. Claramente, Valkyria decidió seguir tirando ironías al aire, lo que le hizo ganarse otro empujón aún más fuerte, completamente innecesario, ya que me adelanté a ella y la conduje hasta las habitaciones principales. Si algo tenía el castillo era que mantenía el frío afuera y la humedad se escapaba de los salones utilizados cotidianamente, pero tenía muchas habitaciones en los niveles superiores. Pero a mí nunca me habían gustado las escaleras, ya que me sentía seguro con los pies a un nivel del mar mas o menos aceptable. Por lo tanto, mis habitaciones habían sido mudadas al nivel inferior, en lo que antes había sido una sala de estar.
La sala era enorme, aunque gran cantidad de su espacio estaba ocupado por saqueos y objetos arrebatados de distintos barcos y pueblos costeros, entre ellos había una estrella de los Siete que pensaba fundir para hacer algún tipo de arreglo en acero. Me quité los trastos y me lavé la cara en una palangana, para luego mirar por la ventana que daba directo al mar. ”Puedes dormir o puedes acompañarme al patio de armas...” dije cortantemente. Atrás mío había una cama bastante amplia también, la que ella usaría de ahora en adelante. En cuanto a mi invitación, había sido expedida con la intención de ver que tan buena era ella con las armas… pero había que esperar a que se diera cuenta de ello. La miré de reojo y soné los huesos del cuello, costumbre adquirida con los años.
El patio de armas era un espacio que se podía ver desde la habitación. Estaba cerca al mar, y consistía de un terreno embarrado y asentado, con varios muñecos de prácticas que se caían a pedazos. Allí se podía ver como los hombres de la casa Wynch se desvivían por derrotarse mutuamente…
Gerald Wynch
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
Lo dejé estar. ¿Quería molestar? ¡Vamos! Que la siguiera. Él se mantenía inmutable a mis ataques, así que le pagaría con la misma moneda. Si mis palabras no hacían efecto alguno, estaba segura de que mi silencio pegaría más fuerte. Mostrarme molesta solo haría que se aprovechara de mí. Reservada, como una sombra difusa, así debería comportarme. Silente, como el mar calmo. Tendría que apilar todo sentimiento que surgiera ante sus acciones y esconderlos donde yo misma no pudiera verlos. Debía oír, debía observar, debía guardar un registro claro en mi mente. Nada más. Había pecado de ser demasiado abierta demostrando mis disgustos y remarcando lo que me fastidiaba. Ser una incógnita era una decisión mucho más inteligente que comportarme como una mocosa impertinente. Ya encontraría maneras de equilibrar la balanza para no volverme loca en dos días y cargarme a cualquier sirviente sin culpa ni cargo. Que Gerald siguiera comportándose como un pirata con complejo de niño. O como niño con complejo de pirata, no sabría cuál elegir. Por como se comportaba, rozaba la inmadurez a veces y otras directamente se ataviaba con ella.
No sé cuánto duraría en Castroferro. Probablemente menos que un soplo, por como se veía todo. Él y yo teníamos demasiadas similitudes como para que pudiéramos, a lo sumo, establecer una especie de pacto de cordialidad. Él quería tener siempre la razón y yo también. Él quería verse como el fuerte, yo también. Él quería ser el dominante... Y yo no podía quedarme atrás con el mismo deseo. Íbamos a matarnos. Él decía algo, yo se lo rebatía. Él rozaba mi piel, yo arañaba la suya. Siempre era una pelea para demostrar quién tenía más poder, quién tenía más resistencia, quién se valía mejor. Y yo nunca ganaba, o casi nunca. En realidad, ninguno de los dos lo hacía. Él no obtenía todo lo que quería, yo no obtenía prácticamente nada, pero por lo menos no le daba el gusto de quedarse con todas. ¿Sentir miedo de sus amenazas? En otra vida, quizás. ¿Cuál era el sentido de hacerme daño ahora? Había tenido tiempo suficiente antes. Cuando corté la cabeza de Hrold, por ejemplo. Cuando me rebelé de semejante forma ante su asalto –¡ja! Rebelarme, sí señor– o después de aquello. Cada vez que soltaba la lengua. En fin, era una oportunidad tras otra, durante días interminables en su barco. ¿Y qué me hizo? Me alojó en su camarote, me protegió del resto de su tripulación, me ofreció comida y ropa, me devolvió mis dagas y ahora me tenía en sus tierras. Si hubiera querido asesinarme, no se hubiera tomado ni la mitad de las molestias por las que había pasado.
Si hacía cálculos, la había pasado mejor en el viaje de lo que lo habría hecho en tierra. Me había ahorrado la tarea de robar para conseguir algo que comer y, sumado a eso, tenía dónde dormir. El precio que había tenido que pagar por todo aquello había sido, a fin de cuentas, una minucia. Lidiar de esta forma con un pirata había sido más bien un regalo. Debía ser la única mujer que había contado con esta suerte tan particular. Y de todas las historias que había oído, era la única. Como tabernera una oye demasiadas cosas, sobre todo grandes mentiras e inventos. Pero había algunas cosas verdaderas y de piratas había oído unas cuantas. Gerald no tenía nada que ver con aquellas. No tenía nada que ver con el pirata con el que me había cruzado yo misma. Y esa debía ser la única razón por la que yo estaba viva. Interesante o no, valiente, bonita o lo que fuera que le hubiera atraído de mí, creo que mis méritos eran pocos a la hora de cuidar mi pescuezo. Él hacía lo que le venía en gana y valía poco lo que yo dijera o hiciera al respecto. Por eso debería tragarme todas mis palabras, guardar mis expresiones y mantenerme aparentemente serena. Cuando hablar fuera lo propio a mis intereses, lo haría. Cuando actuar fuera lo conveniente para mí, lo haría. No, no sería una sumisa. Solo mantendría mis intenciones veladas. Actuaría como una araña, tejiendo mi red en silencio y con presteza, hasta que la trampa estuviera lista.
—Para algo las tengo —repliqué luego de haberle echado un vistazo general a la habitación, dejando ver una de mis dagas. Habría tiempo para descansar después, cuando ya mi mente no pudiera divagar más y mi cuerpo no pudiera mantenerse en pie. Solo cuando estuviera exhausta hasta el límite podría conciliar el sueño. De lo contrario, sucedería lo que todas las noches. Me devanaría los sesos en busca de soluciones que de antemano sabía que no encontraría. Vería como la oscuridad se extendía y como luego se extinguía ante el nuevo día, con los ojos abiertos, enfocados en la nada que ahora era mi vida. Querría seguramente llorar, no por lo perdido, no por lo que dejaba atrás. Llorar solo para dejarme el alma en ello y sentirme completamente vacía, ya sin cargo de conciencia. Llorar porque no me quedaba más que hacer. Pero no salían lágrimas. No salía nada, ni siquiera un suspiro—. Podré dormir luego —pendía de una delgada línea, tan fina. Y si él cumplía su amenaza, tendría en poco una eternidad para dormir.
Valkyria Manderly- Nobleza
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
Para algo las tenía… para conservar la vida un día más, o para que otro la perdiera en su lugar… o para quitársela si era necesario. Esas eran las funciones de las armas, pero si no sabías usarlas, tus mejores amigas se podían transformar en unas traidoras perras de puerto, y más una molestia que una herramienta de verdad útil. Asentí levemente y ajusté el cinturón con mis armas, tomé una capa raída para tapar el viento y la humedad y le hice un gesto para que me siguiera al patio de armas. Como ya había visto, el lugar estaba ocupado por algunos de mis hombres que habían elegido esas horas para simular como descuartizaban seres humanos… pero yo insistía en que eso no servía si el blanco no se movía o se defendía.
Los hombres me miraron al tiempo que Sailor llegaba graznando hasta uno de los maniquíes y se posaba sobre su cabeza. Les dije a los muchachos que se retiraran, dejando sus armas y ordenando todo. Desenvainé mi espada y la hice girar. Miles de veces había empuñado mis armas en ésa arena, pero a diferencia de muchos hombres de hierro, mi padre jamás fue el encargado de enseñarme cómo hacerlo… junto con muchas otras cosas. Había notado que, con los años, los Isleños veían la figura paternal como una de las pocas imágenes a respetar… conmigo no había sido así. Si había alguien a quien debía agradecer todo, esa era mi madre, incluyendo el hecho de que me confiara a Mikken, hoy mi segundo al mando, para que me enseñara a usar las armas como correspondía.
Allí estaba, nuevamente posando mis pisadas sobre el barro rojizo, producto de la lluvia de agua y sangre que en ése terreno de entrenamiento se solía dar a diario. Muchos habían muerto allí, por accidente o por rencores sin solucionar… y muchos otros habían sido heridos hasta el punto de morir, luego, en sus camastros. Me giré hacia la chica. ”Tanto alarde que haces de tus dagas… veamos si eres tan buena con ellas… descuida, no morirás en el intento, estoy simplemente comprobando ciertas teorías…” exclamé, guardando mis armas pesadas, y sacando de los estantes de armas, dos dagas de mediano tamaño, una para cada mano. El hecho de ser ambidiestro me solucionaba muchas cosas, y hacía que no me sintiera cómodo usando un escudo y un arma. Sin más palabras, la encaré desde mi costado izquierdo, mostrándole solo ése costado, primera estrategia de un zurdo para desconcertar a un oponente, y esperé, sabiendo que su tamaño no era sólo una debilidad, sino también una gran fortaleza.
Los hombres me miraron al tiempo que Sailor llegaba graznando hasta uno de los maniquíes y se posaba sobre su cabeza. Les dije a los muchachos que se retiraran, dejando sus armas y ordenando todo. Desenvainé mi espada y la hice girar. Miles de veces había empuñado mis armas en ésa arena, pero a diferencia de muchos hombres de hierro, mi padre jamás fue el encargado de enseñarme cómo hacerlo… junto con muchas otras cosas. Había notado que, con los años, los Isleños veían la figura paternal como una de las pocas imágenes a respetar… conmigo no había sido así. Si había alguien a quien debía agradecer todo, esa era mi madre, incluyendo el hecho de que me confiara a Mikken, hoy mi segundo al mando, para que me enseñara a usar las armas como correspondía.
Allí estaba, nuevamente posando mis pisadas sobre el barro rojizo, producto de la lluvia de agua y sangre que en ése terreno de entrenamiento se solía dar a diario. Muchos habían muerto allí, por accidente o por rencores sin solucionar… y muchos otros habían sido heridos hasta el punto de morir, luego, en sus camastros. Me giré hacia la chica. ”Tanto alarde que haces de tus dagas… veamos si eres tan buena con ellas… descuida, no morirás en el intento, estoy simplemente comprobando ciertas teorías…” exclamé, guardando mis armas pesadas, y sacando de los estantes de armas, dos dagas de mediano tamaño, una para cada mano. El hecho de ser ambidiestro me solucionaba muchas cosas, y hacía que no me sintiera cómodo usando un escudo y un arma. Sin más palabras, la encaré desde mi costado izquierdo, mostrándole solo ése costado, primera estrategia de un zurdo para desconcertar a un oponente, y esperé, sabiendo que su tamaño no era sólo una debilidad, sino también una gran fortaleza.
Gerald Wynch
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
Por un momento recordé mi infancia y juventud en Puerto Blanco, observando a mi medio hermano atacar incontables veces los muñecos rellenos de paja que simulaban ser enemigos. Lysann, cuando estaba de buen humor, solía acompañarme por un rato, ambas acurrucadas la una contra la otra envueltas en nuestros gruesos abrigos. Cuando tuve edad suficiente para sostener una daga y hacer uso de ella sin terminar lastimada, yo misma empecé a practicar con esos mismos muñecos con la misma seriedad y severidad que Staver. Supongo que me desvié de mi camino demasiado rápido. Supongo que Callum lo tenía en claro desde siempre, al ver mis ojos iluminarse ante el brillo de la hoja de una espada, al ver la emoción que se adueñaba de la expresión de mi rostro cuando me permitía observar combates de práctica. Supongo que Rowena también lo tenía en claro, aún más que Callum.
Ante una simple orden, todo aquel clamor de hombres y espadas se silenció, las pisadas retumbaron en el patio de armas y el eco de las armas en desuso reemplazó al de las voces que podría haber llegado a oír. Intercepté algunas miradas, devolviéndolas con el frío del norte rugiendo en mis ojos azules. Nadie se atrevió a decir palabra alguna, pero podía leer lo que sus rostros callaban. No esperaban ver a una continental allí. No esperaban ver a una mujer allí siquiera. Yo tampoco lo hubiera esperado, pero en general lo que yo esperaba ni importaba ni se condecía con la realidad últimamente. Las cosas habían cambiado y todavía no me adaptaba a la idea de aquello. No había terminado de adaptarme a Desembarco cuando ya estaba en El Tridente. Recién pisaba aquellas tierras y ya mis pies se encontraban rozando la madera de un barco, cuando podrían haberse hundido en el mar. Y ahora se hundían en un barro rojizo que contaba historias que nadie recordaría.
Hundí la punta de mi calzado en él, dibujando una figura incomprensible. Ahora podría estar en mi taberna, sentada al calor de un buen fuego, escuchando risas ajenas. Pero estaba aquí, con un pirata que jugaba a ser malo haciendo relucir su espada como si con ello fuera a lograr echarme atrás. Él no me entendía. Ni a mí, ni a mis motivaciones ni a nada de lo que me rodeaba. No le interesaba tampoco y bien hacía en no querer saber mis razones. Suspiré y relajé mis hombros antes de hacerme con una de mis dagas. Él guardó su espada y buscó un par de dagas a su vez, apenas más grandes que las que yo tenía en mi poder. Dudé por un instante si debería arriesgarme a pelear con una sola o tomar ambas dagas, aunque hubiera perdido algo de costumbre a combatir con ambas al mismo tiempo. Finalmente opté que sería mejor mantener mis dos manos ocupadas.
—No hago alarde, solo dejo en claro hechos —dije en tono despreocupado. ¿Hrold no fue suficiente? Tendría más, si así lo deseaba—. ¿Ciertas teorías? Así que ya inspiro más de una... Bien por mí. Cuando acabes de encontrar las respuestas a ellas, si es que lo haces, tendrás unas cuantas más surgiendo en tu cabeza —las dagas danzaron entre mis dedos, como si fueran simples adornos creados para mi divertimento. Sonreí, pero no como lo había hecho antes estando en compañía de Gerald. Sonreí de verdad. Él estaba en sus tierras pero yo estaba en mi elemento. Era mi costado aguerrido lo que me mantenía en pie y ahora, sosteniendo mis dagas, sintiendo el mango delicadamente labrado marcar mi piel, no podía sentirme más viva. Necesitaba esa adrenalina. Necesitaba estar en una lucha constante. Necesitaba esa dulce violencia impregnada en cada acto.
Con gracilidad me moví a su alrededor, aferrando con firmeza la daga sujeta a mi mano derecha, moviendo con presteza aquella en la mano izquierda. Mis ojos solo se centraron en su cuerpo, en la postura que adoptaba, en sus armas, en cómo sus manos se envolvían a su alrededor. Por último, se fijaron en su mirada, en aquellos orbes verdosos que podrían robar almas. Sí, mi hermana hubiera caído rendida ante ellos. Y, sí, debía darle el crédito al pirata... Eran lo suficientemente hermosos como para que cualquier mujer cayera rendida. Cualquiera, menos yo. Yo encontraba el placer en desafiarlo, en lastimarlo, en contradecirlo. Buscaba marcarlo, buscaba su dolor. Me deslicé como un siseo y dejé que una de mis dagas rozara la tela que recubría su brazo izquierdo, deshilachando el entramado. Era una simple advertencia, un toque infantil e inocente. Me alejé de él con la misma velocidad, sin mantenerme en el mismo lugar por más de unos cuantos segundos. Callum siempre había dicho que era mejor analizar al atacante y armar una buena defensa antes que atacar primero por el puro gusto de atacar. Así lo haría. Había tirado el anzuelo. Faltaba que él lo mordiera.
Ante una simple orden, todo aquel clamor de hombres y espadas se silenció, las pisadas retumbaron en el patio de armas y el eco de las armas en desuso reemplazó al de las voces que podría haber llegado a oír. Intercepté algunas miradas, devolviéndolas con el frío del norte rugiendo en mis ojos azules. Nadie se atrevió a decir palabra alguna, pero podía leer lo que sus rostros callaban. No esperaban ver a una continental allí. No esperaban ver a una mujer allí siquiera. Yo tampoco lo hubiera esperado, pero en general lo que yo esperaba ni importaba ni se condecía con la realidad últimamente. Las cosas habían cambiado y todavía no me adaptaba a la idea de aquello. No había terminado de adaptarme a Desembarco cuando ya estaba en El Tridente. Recién pisaba aquellas tierras y ya mis pies se encontraban rozando la madera de un barco, cuando podrían haberse hundido en el mar. Y ahora se hundían en un barro rojizo que contaba historias que nadie recordaría.
Hundí la punta de mi calzado en él, dibujando una figura incomprensible. Ahora podría estar en mi taberna, sentada al calor de un buen fuego, escuchando risas ajenas. Pero estaba aquí, con un pirata que jugaba a ser malo haciendo relucir su espada como si con ello fuera a lograr echarme atrás. Él no me entendía. Ni a mí, ni a mis motivaciones ni a nada de lo que me rodeaba. No le interesaba tampoco y bien hacía en no querer saber mis razones. Suspiré y relajé mis hombros antes de hacerme con una de mis dagas. Él guardó su espada y buscó un par de dagas a su vez, apenas más grandes que las que yo tenía en mi poder. Dudé por un instante si debería arriesgarme a pelear con una sola o tomar ambas dagas, aunque hubiera perdido algo de costumbre a combatir con ambas al mismo tiempo. Finalmente opté que sería mejor mantener mis dos manos ocupadas.
—No hago alarde, solo dejo en claro hechos —dije en tono despreocupado. ¿Hrold no fue suficiente? Tendría más, si así lo deseaba—. ¿Ciertas teorías? Así que ya inspiro más de una... Bien por mí. Cuando acabes de encontrar las respuestas a ellas, si es que lo haces, tendrás unas cuantas más surgiendo en tu cabeza —las dagas danzaron entre mis dedos, como si fueran simples adornos creados para mi divertimento. Sonreí, pero no como lo había hecho antes estando en compañía de Gerald. Sonreí de verdad. Él estaba en sus tierras pero yo estaba en mi elemento. Era mi costado aguerrido lo que me mantenía en pie y ahora, sosteniendo mis dagas, sintiendo el mango delicadamente labrado marcar mi piel, no podía sentirme más viva. Necesitaba esa adrenalina. Necesitaba estar en una lucha constante. Necesitaba esa dulce violencia impregnada en cada acto.
Con gracilidad me moví a su alrededor, aferrando con firmeza la daga sujeta a mi mano derecha, moviendo con presteza aquella en la mano izquierda. Mis ojos solo se centraron en su cuerpo, en la postura que adoptaba, en sus armas, en cómo sus manos se envolvían a su alrededor. Por último, se fijaron en su mirada, en aquellos orbes verdosos que podrían robar almas. Sí, mi hermana hubiera caído rendida ante ellos. Y, sí, debía darle el crédito al pirata... Eran lo suficientemente hermosos como para que cualquier mujer cayera rendida. Cualquiera, menos yo. Yo encontraba el placer en desafiarlo, en lastimarlo, en contradecirlo. Buscaba marcarlo, buscaba su dolor. Me deslicé como un siseo y dejé que una de mis dagas rozara la tela que recubría su brazo izquierdo, deshilachando el entramado. Era una simple advertencia, un toque infantil e inocente. Me alejé de él con la misma velocidad, sin mantenerme en el mismo lugar por más de unos cuantos segundos. Callum siempre había dicho que era mejor analizar al atacante y armar una buena defensa antes que atacar primero por el puro gusto de atacar. Así lo haría. Había tirado el anzuelo. Faltaba que él lo mordiera.
Valkyria Manderly- Nobleza
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
No era de extrañar que chocáramos tanto… la seguridad que destilaba la muchacha era casi… o igual a la mía propia, producto de un ego desarrollado o de una inseguridad manifiesta, enmascarada en forma de lo contrario. Me atrevía a deducir que había un poco de ambas cosas en las declaraciones de Valkyria. La miré de reojo y me dije a mi mismo que esperaba que nuevas preguntas surgieran, por el bien de mi diversión y por el de su salud física. Un acertijo dejaba de tener encanto una vez resuelto. Sonreí y preferí que el silencio dijera más que mil palabras, ella era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta que estaba pensando yo. Ahora era momento de probar si era puro alarde o definitivamente sabía usar sus armas para defender sus argumentos. Sabía que se le daba bien con las hachas, hasta diría que mágicamente, pero las dagas requerían mucha más disciplina y menos fuerza… cosa que de verdad dudaba que la muchacha poseyera.
Los años de luchas y saqueos, mas las lecciones de mis entrenadores en la juventud, me habían dejado varias cosas por seguro, una de ellas era que los blancos pequeños y ágiles siempre eran peores que los grandes y con mucha fuerza física, justamente, por su lentitud. Siendo poseedor de una estatura normal y de una contextura física más bien grácil, nunca tuve problemas en adaptarme a los estilos de pelea de mis contrincantes, más siendo ambidiestro, pero nunca estaba de mas explorar los límites de uno… pocas eran las mujeres que se habían detenido a pelear contra mí, por eso mi curiosidad tan destacada para con las supuestas habilidades de la chica.
En el segundo en que se puso en posición de combate, ya supe que sabía lo que estaba haciendo. Los buenos duelistas tenían formas de pararse frente a sus enemigos y, si éstos eran medianamente competentes, se daban cuenta del peligro que enfrentaban con solo observar los movimientos, precisos y seguros, de alguien que creció con un arma en la mano. Observé sus pasos y realicé los propios, girando alrededor del barro rojo, mezcla de la sangre y la tierra, dándome cuenta de su escrutinio. Mi mirada se entrelazó con la de ella, sabiendo que la mitad de una batalla se encontraba en adivinar y anticiparse a los movimientos del otro. Por fin, ella hizo su movimiento.
Veloz como el rayo, su cuerpo se acercó e intentó asestar un golpe a mi brazo izquierdo, cosa que logró, rasgando levemente la vestidura, pero era una trampa en sí mismo. Girando sobre mí mismo, y justo cuando se alejaba, extendí una pierna para asestarle una patada al estómago. No buscaba ser mas dañina que un simple golpe, además, no llevaba mucha fuerza por el simple hecho que ella se estaba moviendo lejos de mí. Aún así, me volví a colocar en posición de combate y , aprovechando la distracción de mi movimiento, lancé un corte hacia su brazo bueno. La regla no escrita de dos duelistas en práctica era la de no dañar severamente al otro, cosa que, sorprendentemente, me estaba tomando muy literal.
Los años de luchas y saqueos, mas las lecciones de mis entrenadores en la juventud, me habían dejado varias cosas por seguro, una de ellas era que los blancos pequeños y ágiles siempre eran peores que los grandes y con mucha fuerza física, justamente, por su lentitud. Siendo poseedor de una estatura normal y de una contextura física más bien grácil, nunca tuve problemas en adaptarme a los estilos de pelea de mis contrincantes, más siendo ambidiestro, pero nunca estaba de mas explorar los límites de uno… pocas eran las mujeres que se habían detenido a pelear contra mí, por eso mi curiosidad tan destacada para con las supuestas habilidades de la chica.
En el segundo en que se puso en posición de combate, ya supe que sabía lo que estaba haciendo. Los buenos duelistas tenían formas de pararse frente a sus enemigos y, si éstos eran medianamente competentes, se daban cuenta del peligro que enfrentaban con solo observar los movimientos, precisos y seguros, de alguien que creció con un arma en la mano. Observé sus pasos y realicé los propios, girando alrededor del barro rojo, mezcla de la sangre y la tierra, dándome cuenta de su escrutinio. Mi mirada se entrelazó con la de ella, sabiendo que la mitad de una batalla se encontraba en adivinar y anticiparse a los movimientos del otro. Por fin, ella hizo su movimiento.
Veloz como el rayo, su cuerpo se acercó e intentó asestar un golpe a mi brazo izquierdo, cosa que logró, rasgando levemente la vestidura, pero era una trampa en sí mismo. Girando sobre mí mismo, y justo cuando se alejaba, extendí una pierna para asestarle una patada al estómago. No buscaba ser mas dañina que un simple golpe, además, no llevaba mucha fuerza por el simple hecho que ella se estaba moviendo lejos de mí. Aún así, me volví a colocar en posición de combate y , aprovechando la distracción de mi movimiento, lancé un corte hacia su brazo bueno. La regla no escrita de dos duelistas en práctica era la de no dañar severamente al otro, cosa que, sorprendentemente, me estaba tomando muy literal.
Gerald Wynch
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
Apenas si llegó a rozarme. Fue más la sorpresa del golpe que asestó que el golpe en sí mismo lo que hizo que mi mirada se dirigiera furibunda directo a sus ojos. Fui un segundo lenta, estuve un segundo detrás de sus pensamientos y me valió aquel corte. Solté una breve risa, como si aquello no me afectara. Había sido un ataque suave, casi como una de sus caricias, que no había provocado daño alguno. Tiré de la manga de mi vestido y la arranqué de un tirón, dejando mi brazo derecho al descubierto, ya sin protección mayor que mis mañas y mis movimientos. Lejos de acobardarme o de quedarme inmóvil, repasé sus puntos flacos como quien no quería la cosa. Mis pies se deslizaban con delicadeza por el suelo, firmes, seguros, ágiles, como si en vez de un combate estuviéramos en medio de un baile en algún salón.
Sé como la arena, que se escapa entre los dedos. Como el viento, imposible de atrapar. Como la noche, indescifrable. Las palabras de Callum resonaban en mi mente como la más dulce canción. Staver solía repetirlas muy seguido cuando entrenaba y había hecho que quedaran grabadas en mi memoria. De otro modo probablemente las hubiera olvidado. Había transcurrido tanto tiempo desde la muerte de mi padrastro. Habían ocurrido tantas cosas, tantas, que todavía no sabía muy bien cómo mantenía una fibrilla de nervio más o menos coherente y equilibrado. ¿Lo mantenía? El hombre que tenía en frente era una prueba de que, al menos en ocasiones, no había siquiera una ínfima muestra de coherencia en mi persona. Ni en mi vida tampoco.
Un padrastro que nunca supo la verdad. Una madre mentirosa y arpía que desarrolló un particular odio por su propia hija. Un medio hermano enamorado de la sangre de su sangre. Una hermana frívola, con una personalidad que rozaba la bipolaridad. Y yo, como epicentro de la acción. Nunca nada fue normal. Nunca nada se supuso que lo fuera tampoco. Ya era costumbre que todo tomara un camino retorcido. Ni aún intentándolo lograba adaptarme al ritmo de los demás. Ni aún huyendo de mi ritmo podía escapar de lo que el destino me había deparado. Ahora pertenecía a Castroferro, a su lado, por el tiempo que él lo dispusiese. No tenía chance a opinar, no tenía caso resistirme. Después de todo, no era tan malo. No era tan terrible. No era como las historias. No era lo que quería, pero me mantenía viva. Era suficiente. Sobrevivir siempre había sido mi objetivo, el único certero y definitivo. El único.
La daga que sostenía en mi mano izquierda giró en mis dedos, veloz, peligrosa. De una zancada cubrí el terreno que nos separaba, giré sobre mis pies y dejé correr un tajo a la altura de sus costillas. Volví a girar sobre mí misma, clavando una de mis dagas en su espalda, lo suficiente como para que la sintiera a punto de desgarrar sus tejidos, pero sin hacerle daño alguno. A él no me convenía dañarlo más de la cuenta porque bien sabía que él podía hacerme muchísimo más daño en respuesta. Todo juego tenía su límite, toda acción tenía su consecuencia. Aprender a balancearme en esa delgada línea era cuestión de tiempo. Como todo, me acostumbraría a ello. Me acostumbraría a ser menos que el barro que pisaba. Me acostumbraría a que nada me afectara en esta tierra inhóspita. No podría ser tan difícil. Había llegado aquí y me seguía manejando con más soltura de la esperada. Estaría bien, siempre y cuando mis impulsos fueran dirigidos en la dirección correcta.
—Asumo que ya habrás obtenido alguna respuesta —dije débilmente, deslizando la daga con suavidad por la tela de su ropa. El filo rogaba en silencio encontrarse con su carne, pero mi razón me impedía lastimarlo. Todavía tenía marcas de aquella vez, cuando terminó por hacerme suya. Con esas, por el momento, bastaba—. ¿Cuál es el punto de seguir un combate inútil? No puedo dañarte más allá de herir tu orgullo. Y creo que tu orgullo está demasiado bien plantado —terminé por rasgar la tela de un solo brusco movimiento y me aparté de él, sin atreverme a darle la espalda. Lo más probable es que él no quisiera dar esto por acabado y apartar mi vista de su persona sería una decisión poco más que estúpida.
Sé como la arena, que se escapa entre los dedos. Como el viento, imposible de atrapar. Como la noche, indescifrable. Las palabras de Callum resonaban en mi mente como la más dulce canción. Staver solía repetirlas muy seguido cuando entrenaba y había hecho que quedaran grabadas en mi memoria. De otro modo probablemente las hubiera olvidado. Había transcurrido tanto tiempo desde la muerte de mi padrastro. Habían ocurrido tantas cosas, tantas, que todavía no sabía muy bien cómo mantenía una fibrilla de nervio más o menos coherente y equilibrado. ¿Lo mantenía? El hombre que tenía en frente era una prueba de que, al menos en ocasiones, no había siquiera una ínfima muestra de coherencia en mi persona. Ni en mi vida tampoco.
Un padrastro que nunca supo la verdad. Una madre mentirosa y arpía que desarrolló un particular odio por su propia hija. Un medio hermano enamorado de la sangre de su sangre. Una hermana frívola, con una personalidad que rozaba la bipolaridad. Y yo, como epicentro de la acción. Nunca nada fue normal. Nunca nada se supuso que lo fuera tampoco. Ya era costumbre que todo tomara un camino retorcido. Ni aún intentándolo lograba adaptarme al ritmo de los demás. Ni aún huyendo de mi ritmo podía escapar de lo que el destino me había deparado. Ahora pertenecía a Castroferro, a su lado, por el tiempo que él lo dispusiese. No tenía chance a opinar, no tenía caso resistirme. Después de todo, no era tan malo. No era tan terrible. No era como las historias. No era lo que quería, pero me mantenía viva. Era suficiente. Sobrevivir siempre había sido mi objetivo, el único certero y definitivo. El único.
La daga que sostenía en mi mano izquierda giró en mis dedos, veloz, peligrosa. De una zancada cubrí el terreno que nos separaba, giré sobre mis pies y dejé correr un tajo a la altura de sus costillas. Volví a girar sobre mí misma, clavando una de mis dagas en su espalda, lo suficiente como para que la sintiera a punto de desgarrar sus tejidos, pero sin hacerle daño alguno. A él no me convenía dañarlo más de la cuenta porque bien sabía que él podía hacerme muchísimo más daño en respuesta. Todo juego tenía su límite, toda acción tenía su consecuencia. Aprender a balancearme en esa delgada línea era cuestión de tiempo. Como todo, me acostumbraría a ello. Me acostumbraría a ser menos que el barro que pisaba. Me acostumbraría a que nada me afectara en esta tierra inhóspita. No podría ser tan difícil. Había llegado aquí y me seguía manejando con más soltura de la esperada. Estaría bien, siempre y cuando mis impulsos fueran dirigidos en la dirección correcta.
—Asumo que ya habrás obtenido alguna respuesta —dije débilmente, deslizando la daga con suavidad por la tela de su ropa. El filo rogaba en silencio encontrarse con su carne, pero mi razón me impedía lastimarlo. Todavía tenía marcas de aquella vez, cuando terminó por hacerme suya. Con esas, por el momento, bastaba—. ¿Cuál es el punto de seguir un combate inútil? No puedo dañarte más allá de herir tu orgullo. Y creo que tu orgullo está demasiado bien plantado —terminé por rasgar la tela de un solo brusco movimiento y me aparté de él, sin atreverme a darle la espalda. Lo más probable es que él no quisiera dar esto por acabado y apartar mi vista de su persona sería una decisión poco más que estúpida.
Valkyria Manderly- Nobleza
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
Era buena… y sí, estaba obteniendo más respuestas. Mentiría si dijera que podía entrever sus movimientos debido a su innata rapidez, pero si pude predecir lo que haría. Dos ataques consecutivos, uno a mis costillas y otro en mi espalda hicieron que mi defensa se viera comprometida, y así fue como su daga se adentró entre los tejidos de mi ropa y el cuero de mi jubón. Nos encontrábamos a escasos centímetros uno del otro… mirándonos a los ojos con introspección, pensando en qué vendría luego. Tenía sentido que ella dijera que no había mucho mas por donde seguir la lucha, y además yo había comprobado mi teoría.
Sonreí y hablé casi sobre sus labios. “Crees que soy el único damnificado…?” susurré y miré un segundo donde tenía ubicada mi propia daga. Al acercarse, ella misma se había condenado a exponerse, más si se trataba de un duelo de armas pequeñas, como las dagas. Mi filo se encontraba pinchando levemente su estómago, haciéndole cosquillas y bajando hasta su pelvis con atrevimiento. “Si… eres buena, sobrevivirás.” Concluí cuando ella se alejó. Dejé las dagas a un lado y me estiré, el peso de la batalla y el entrenamiento comenzando a hacer mella en mi cansancio. En ése gesto, los restos de mi ropa cortada revelaron nuevamente el tatuaje de la calavera y las marcas de sus uñas en mis espaldas. Ya no escocían tanto, pero resultaba un buen recordatorio.
Unos minutos más tarde, mi habitación en Castroferro estaba nuevamente habitada por su dueño, y si, su nueva dueña. Era extraño pensar que compartiría algo con ella, pero bueno, tenía sus ventajas, entre ellas la buena vista que otorgaba la presencia femenina. Sobre todo si era una que te permitía tener una charla de más de dos palabras seguidas. Me encontraba sentado un sillón cerca de la chimenea. Las botas y mis ropajes andrajosos olvidados en un rincón, suplantados por una camisa de lino blanca y desgastada y el pantalón. Ella no sabía dónde estaba, probablemente tomándose la libertad de bañarse mientras que yo leía el libro que había dejado a medio terminar. Había cientos de ejemplares saqueados todos ordenados en las estanterías de la habitación, cosa que pocos sabían y aquellos que lo revelaran corrían el riesgo de perder sus cabezas… más que literalmente.
La escuché volver a entrar a la habitación a través de la puerta que daba a un cuarto de baño femenino, largamente olvidado… de los tiempos en que mi madre aún vivía. De seguro las criadas le dieron ropa, aunque eso poco me importara. Alcé la vista de mi lectura un segundo. “Como es Puerto Blanco? Es tan frío cortante como sus habitantes o simplemente exageran los escritores?” cuestioné, ya que el libro que leía trataba de un viajero que había tenido la desventura de pescar la peste gris en medio del asentamiento de los Manderly.
Sonreí y hablé casi sobre sus labios. “Crees que soy el único damnificado…?” susurré y miré un segundo donde tenía ubicada mi propia daga. Al acercarse, ella misma se había condenado a exponerse, más si se trataba de un duelo de armas pequeñas, como las dagas. Mi filo se encontraba pinchando levemente su estómago, haciéndole cosquillas y bajando hasta su pelvis con atrevimiento. “Si… eres buena, sobrevivirás.” Concluí cuando ella se alejó. Dejé las dagas a un lado y me estiré, el peso de la batalla y el entrenamiento comenzando a hacer mella en mi cansancio. En ése gesto, los restos de mi ropa cortada revelaron nuevamente el tatuaje de la calavera y las marcas de sus uñas en mis espaldas. Ya no escocían tanto, pero resultaba un buen recordatorio.
Unos minutos más tarde, mi habitación en Castroferro estaba nuevamente habitada por su dueño, y si, su nueva dueña. Era extraño pensar que compartiría algo con ella, pero bueno, tenía sus ventajas, entre ellas la buena vista que otorgaba la presencia femenina. Sobre todo si era una que te permitía tener una charla de más de dos palabras seguidas. Me encontraba sentado un sillón cerca de la chimenea. Las botas y mis ropajes andrajosos olvidados en un rincón, suplantados por una camisa de lino blanca y desgastada y el pantalón. Ella no sabía dónde estaba, probablemente tomándose la libertad de bañarse mientras que yo leía el libro que había dejado a medio terminar. Había cientos de ejemplares saqueados todos ordenados en las estanterías de la habitación, cosa que pocos sabían y aquellos que lo revelaran corrían el riesgo de perder sus cabezas… más que literalmente.
La escuché volver a entrar a la habitación a través de la puerta que daba a un cuarto de baño femenino, largamente olvidado… de los tiempos en que mi madre aún vivía. De seguro las criadas le dieron ropa, aunque eso poco me importara. Alcé la vista de mi lectura un segundo. “Como es Puerto Blanco? Es tan frío cortante como sus habitantes o simplemente exageran los escritores?” cuestioné, ya que el libro que leía trataba de un viajero que había tenido la desventura de pescar la peste gris en medio del asentamiento de los Manderly.
Gerald Wynch
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
No me hubiera acercado tanto sin saber desde un principio que, de haberle asestado aquellos cortes de la manera debida, con la fuerza necesaria, no podría haber hecho movimiento certero para atacarme. Si me acercaba, era solo porque sabía que, de haber sido un verdadero combate, hubiera ganado yo mientras él se desangraba. Pero solo era una práctica en la que no se contaba con heridas, en la que Wynch solo quería averiguar si realmente tenía buen manejo de las armas o eran puras habladurías mías para hacerme ver como una chica peligrosa. Creo que había dejado comprobado que mi talento con las dagas era natural, que mis movimientos no eran los de una niña y que mis reflejos eran lo suficientemente rápidos y acertados como para implicar un desafío. Tenerme por una jovencita cualquiera era un error que podía costar caro y Hrold podría contárselo al Ahogado.
Me dirigí de vuelta a la mole gris que suponía mi nuevo hogar, dispuesta a deshacerme del absurdo vestido que tenía puesto. Sucio y, encima, con una manga menos. Mis botas estaban cubiertas de barro por donde se las mirase y por dentro mis pies se sentían algo húmedos. El sudor se había acumulado en mi nuca y sentí rodar una gota por mi espalda, sinuosa, cálida. El frío, sin embargo, empezaba a calar en mi piel, recorriendo mi brazo descubierto, anidando en cada centímetro, tratando de cubrirme por completo. Necesitaba un baño caliente, reposar en agua un rato para relajar mis músculos y calmar la mente. Necesitaba tener un tiempo a solas, sin la presencia de aquel hombre que amenazaba con romper mis esquemas, aquellos que había construido con el correr de los años, afanosamente. Necesitaba cerrar los ojos por un momento y olvidarme que estaba en las islas solo con él como cable a tierra. El resto eran enemigos. Wynch... No sabía que era con exactitud. Me mantenía a salvo, bajo amenazas. ¿Se podía considerar aliado? No, definitivamente no. Pero era lo más cercano a ello que tenía. Era lo único que tenía, además de a mí misma y las últimas fuerzas que me quedaban. Ya no había más nada. No tenía a mi medio hermano para aconsejarme y hacerme sentir que mi vida valía algo más que cargar con un cuerpo y respirar.
Me crucé con dos sirvientas y poco más les rugí que me prepararan un baño y me trajeran ropa con la que cambiarme. Las palabras salieron mucho más violentas de lo que hubiera querido, teniendo en cuenta que aquellas dos mujeres no tenían nada que ver con mi destino y no tenían la culpa de lo que me sucedía. Estuve a punto de retractarme, pero sus miradas me disuadieron de la idea. Una no se atrevía siquiera a levantar su rostro y mirarme a los ojos. La otra me observaba con atención, con odio, como si me conociera de otro tiempo. Hizo un mohín imperceptible y dio una señal a su compañera para que la siguiera. No supe muy bien a dónde ir así que me apoyé contra la pared, esperando a que regresaran, y las seguí hasta un cuarto anexo a la habitación que ahora compartía con el pirata. Dejaron a un costado un vestido que ya adivinaba no se ajustaría demasiado bien a mis proporciones y se dispusieron a llenar la tina con agua caliente. Mientras tanto, me deshice de mi ropa y se la entregué a la más menuda, que seguía sin atreverse a dirigirme su atención de manera directa.
—Gracias —articulé antes de que se retiraran. Me sumergí en aquel líquido que quemaba la piel, dejando marcas rojizas en mis brazos, en mi pecho y en mi abdomen. Conté hasta diez antes de emerger de él, ríos de agua surcando mis mejillas. Todo aparentaba ser tan normal, como si siguiera en casa. No tenía sentido. No era compatible con todo lo que yo sabía sobre los hombres de hierro y sobre... Sus esposas de sal. Yo no encajaba en esa clasificación ni por asomo. ¿Cuándo iba a encajar en algo? Nunca—. Esto no terminará nunca —susurré abriendo mis ojos. Los pensamientos no dejarían de invadir mi mente y mis músculos no se relajarían más. No encontraría ningún remedio estando allí, inmóvil, dejando que todos mis monstruos internos me devoraran.
Salí de la tina disgustada. El agua seguía humeando y aquel vapor denso y grueso que despedía parecía arremolinarse a mi alrededor. Me escurrí el pelo y descuidadamente me coloqué el vestido, dejando un hombro caído. No me molesté en acomodarlo como debiera estar ya que sabía que la tela volvería a resbalarse y asentarse donde se le antojara. Esa ropa no se adaptaba a mi figura porque no había sido pensada para mí. ¿De dónde había salido? Mejor no preguntar. A saber qué les habría sucedido a las anteriores mujeres en la vida del pirata que me retenía en sus tierras.
Abandoné el cuarto de baño para adentrarme en nuestra habitación, encontrándome con Gerald leyendo. ¿Qué clase de pirata leía? Había estanterías que rebosaban de libros que, quizás, yo pudiera llegar a hojear. Pero él... ¿Qué sangre corría por sus venas? Ya se me daba por dudar que realmente fuera un hombre de hierro con gustos tan particulares. De hecho, debería haber empezado a dudar desde que abrí mi boca para expresar lo que me venía a la mente sin que él me hiciera nada más que soltar alguna que otra amenaza que, como bien sabíamos, no cumpliría. Y encontrarlo tan tranquilo, abocándose a un placer tan particular, no ayudaba a que me hiciera una imagen de él aterradora ni mucho menos. Ni su forma de ser ni la forma en que se veía aportaban nada al caso. Era... Conflictivo, en lo que respectaba a mis sentimientos hacia él. Porque una parte de mí quería asesinarlo, otra se mantenía más o menos indiferente y la última... Bueno, aquella tenía planes algo más retorcidos.
—¿Fríos? —ladeé el rostro ante su pregunta, dejando entrever una media sonrisa. Avancé a paso lento hacia él, dejando que el vestido se deslizara delicadamente. Mi piel, todavía levemente enrojecida, quedaba más al descubierto con cada paso que daba, hasta quedar frente a él, cayendo el vestido al suelo—. ¿Esto te parece frío? —me senté a horcajadas sobre él, tomando una de sus manos entre las mías, dirigiéndola a través de mis pechos, bajando por mi abdomen hasta llegar a mi bajo vientre. Mis labios se acercaron a los suyos, apenas rozándolos, con aquella sonrisa pícara todavía dibujada en mi rostro—. No tienes siquiera una idea Wynch —susurré y mordí con delicadeza su labio inferior, relamiendo su carne. Había solo una cosa de la que yo tenía idea. Ahora, la parte que tenía el control... Era aquella última.
Me dirigí de vuelta a la mole gris que suponía mi nuevo hogar, dispuesta a deshacerme del absurdo vestido que tenía puesto. Sucio y, encima, con una manga menos. Mis botas estaban cubiertas de barro por donde se las mirase y por dentro mis pies se sentían algo húmedos. El sudor se había acumulado en mi nuca y sentí rodar una gota por mi espalda, sinuosa, cálida. El frío, sin embargo, empezaba a calar en mi piel, recorriendo mi brazo descubierto, anidando en cada centímetro, tratando de cubrirme por completo. Necesitaba un baño caliente, reposar en agua un rato para relajar mis músculos y calmar la mente. Necesitaba tener un tiempo a solas, sin la presencia de aquel hombre que amenazaba con romper mis esquemas, aquellos que había construido con el correr de los años, afanosamente. Necesitaba cerrar los ojos por un momento y olvidarme que estaba en las islas solo con él como cable a tierra. El resto eran enemigos. Wynch... No sabía que era con exactitud. Me mantenía a salvo, bajo amenazas. ¿Se podía considerar aliado? No, definitivamente no. Pero era lo más cercano a ello que tenía. Era lo único que tenía, además de a mí misma y las últimas fuerzas que me quedaban. Ya no había más nada. No tenía a mi medio hermano para aconsejarme y hacerme sentir que mi vida valía algo más que cargar con un cuerpo y respirar.
Me crucé con dos sirvientas y poco más les rugí que me prepararan un baño y me trajeran ropa con la que cambiarme. Las palabras salieron mucho más violentas de lo que hubiera querido, teniendo en cuenta que aquellas dos mujeres no tenían nada que ver con mi destino y no tenían la culpa de lo que me sucedía. Estuve a punto de retractarme, pero sus miradas me disuadieron de la idea. Una no se atrevía siquiera a levantar su rostro y mirarme a los ojos. La otra me observaba con atención, con odio, como si me conociera de otro tiempo. Hizo un mohín imperceptible y dio una señal a su compañera para que la siguiera. No supe muy bien a dónde ir así que me apoyé contra la pared, esperando a que regresaran, y las seguí hasta un cuarto anexo a la habitación que ahora compartía con el pirata. Dejaron a un costado un vestido que ya adivinaba no se ajustaría demasiado bien a mis proporciones y se dispusieron a llenar la tina con agua caliente. Mientras tanto, me deshice de mi ropa y se la entregué a la más menuda, que seguía sin atreverse a dirigirme su atención de manera directa.
—Gracias —articulé antes de que se retiraran. Me sumergí en aquel líquido que quemaba la piel, dejando marcas rojizas en mis brazos, en mi pecho y en mi abdomen. Conté hasta diez antes de emerger de él, ríos de agua surcando mis mejillas. Todo aparentaba ser tan normal, como si siguiera en casa. No tenía sentido. No era compatible con todo lo que yo sabía sobre los hombres de hierro y sobre... Sus esposas de sal. Yo no encajaba en esa clasificación ni por asomo. ¿Cuándo iba a encajar en algo? Nunca—. Esto no terminará nunca —susurré abriendo mis ojos. Los pensamientos no dejarían de invadir mi mente y mis músculos no se relajarían más. No encontraría ningún remedio estando allí, inmóvil, dejando que todos mis monstruos internos me devoraran.
Salí de la tina disgustada. El agua seguía humeando y aquel vapor denso y grueso que despedía parecía arremolinarse a mi alrededor. Me escurrí el pelo y descuidadamente me coloqué el vestido, dejando un hombro caído. No me molesté en acomodarlo como debiera estar ya que sabía que la tela volvería a resbalarse y asentarse donde se le antojara. Esa ropa no se adaptaba a mi figura porque no había sido pensada para mí. ¿De dónde había salido? Mejor no preguntar. A saber qué les habría sucedido a las anteriores mujeres en la vida del pirata que me retenía en sus tierras.
Abandoné el cuarto de baño para adentrarme en nuestra habitación, encontrándome con Gerald leyendo. ¿Qué clase de pirata leía? Había estanterías que rebosaban de libros que, quizás, yo pudiera llegar a hojear. Pero él... ¿Qué sangre corría por sus venas? Ya se me daba por dudar que realmente fuera un hombre de hierro con gustos tan particulares. De hecho, debería haber empezado a dudar desde que abrí mi boca para expresar lo que me venía a la mente sin que él me hiciera nada más que soltar alguna que otra amenaza que, como bien sabíamos, no cumpliría. Y encontrarlo tan tranquilo, abocándose a un placer tan particular, no ayudaba a que me hiciera una imagen de él aterradora ni mucho menos. Ni su forma de ser ni la forma en que se veía aportaban nada al caso. Era... Conflictivo, en lo que respectaba a mis sentimientos hacia él. Porque una parte de mí quería asesinarlo, otra se mantenía más o menos indiferente y la última... Bueno, aquella tenía planes algo más retorcidos.
—¿Fríos? —ladeé el rostro ante su pregunta, dejando entrever una media sonrisa. Avancé a paso lento hacia él, dejando que el vestido se deslizara delicadamente. Mi piel, todavía levemente enrojecida, quedaba más al descubierto con cada paso que daba, hasta quedar frente a él, cayendo el vestido al suelo—. ¿Esto te parece frío? —me senté a horcajadas sobre él, tomando una de sus manos entre las mías, dirigiéndola a través de mis pechos, bajando por mi abdomen hasta llegar a mi bajo vientre. Mis labios se acercaron a los suyos, apenas rozándolos, con aquella sonrisa pícara todavía dibujada en mi rostro—. No tienes siquiera una idea Wynch —susurré y mordí con delicadeza su labio inferior, relamiendo su carne. Había solo una cosa de la que yo tenía idea. Ahora, la parte que tenía el control... Era aquella última.
Valkyria Manderly- Nobleza
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
En un principio no comprendí muy bien que pasaba por la cabeza de la muchacha. Primera vez que veía su media sonrisa sin efectos dañinos, más bien juerguistas y extrañamente juguetones. Entrecerré los ojos con cada paso lento y comedido que daba la norteña, alejando mi atención del libro… de hecho, parecía inversamente proporcional uno de lo otro. Estaba descolocado, cosa que muy raras veces pasaba, y lo demostré cuando desencajé levemente la mandíbula en un gesto pensativo. “Si frio… tu sabes, lo contrario de calor…” pero me vi interrumpido antes de soltar un sarcasmo de los que estaba acostumbrado a lanzar cada vez que algo me resultaba muy obvio. La chica hizo deslizar su vestido por su piel, justo en frente de mi cara.
Si antes mis ojos eran rendijas, ahora eran dagas por el nuevo brillo que tomaron, repentino, peligroso, mostrando el hombre de hierro y no el extraño individuo. Aún así, fue repentino, y casi imposible de detectar… pero aquél que me conocía se daría cuenta que era el semblante de un Gerald Wynch que no sabía qué carajo estaba pasando. La víctima se estaba entregando… por qué? Que le pasaba por la cabeza? Ya sabía que ella había terminado disfrutando el primer encuentro… pero eso lo había hecho por conveniencia… o no? Porque desnudarse voluntariamente una segunda vez? Muchas preguntas para buscar respuesta en un momento difícilmente apto para la filosofía.
El encuadernado sobre el viajero que se contagió la peste gris en el Norte quedó pronto olvidado cuando la joven mujer se sentó sobre mí. Mi último pensamiento fue preguntarme qué tipo de juego estaba jugando, antes de que mis dedos recorrieran sus preciosas curvas guiados por las manos de ella. No… no tenía idea. Por primera vez en mucho tiempo no encontraba una lógica a lo que me rodeaba. Sonreí de lado, mostrando levemente los dientes y procedí a acariciar con parsimonia sus pechos, bajando hasta su humedad, la cual pellizqué por inercia. La besé… pero esta vez sí era como un amante, aunque conservara el cuidado y los sentimientos encontrados de la vez anterior… estaba palpando el terreno… quería saber si no había ningún truco. “No?... pues que idea me falta captar?” fue inevitable soltar una frase de ése estilo, pero la acompañé con una leve mordida a su lengua cuando degustó mis labios y mis dedos adentrándose en su feminidad, subiendo por la zona inicial para masajear la parte más sensitiva de ella.
Era seductora… eso no se lo podía negar, pues las pruebas biológicas estaban a la vista con solo mirar mi hombría. Aún con mis dedos es su humedad, me erguí levemente para quedar mejor sentado y lamí todo su cuello hasta su barbilla, repasando su boca en el proceso y buscando su lengua. Un largo beso me dio tiempo para pensar que me estaba dejando llevar… esto era una prueba? Simplemente era lo que era? Preguntar me dejaría en duda a mí mismo, por lo que el accionar era lo único que me quedaba, cosa que se demostraba en el intercambio de aliento y masajes que se realizaba entre nuestras bocas. Era… cautivador que ella tomara una iniciativa así, pero ya sentía el arañazo interior del orgullo masculino. Si esto era algún tipo de medición, de intento por mesurarme… estaba fallando por completo y no sabía cuánto más iba a durar sin caer del todo en un instinto tan básico como éste.
Si antes mis ojos eran rendijas, ahora eran dagas por el nuevo brillo que tomaron, repentino, peligroso, mostrando el hombre de hierro y no el extraño individuo. Aún así, fue repentino, y casi imposible de detectar… pero aquél que me conocía se daría cuenta que era el semblante de un Gerald Wynch que no sabía qué carajo estaba pasando. La víctima se estaba entregando… por qué? Que le pasaba por la cabeza? Ya sabía que ella había terminado disfrutando el primer encuentro… pero eso lo había hecho por conveniencia… o no? Porque desnudarse voluntariamente una segunda vez? Muchas preguntas para buscar respuesta en un momento difícilmente apto para la filosofía.
El encuadernado sobre el viajero que se contagió la peste gris en el Norte quedó pronto olvidado cuando la joven mujer se sentó sobre mí. Mi último pensamiento fue preguntarme qué tipo de juego estaba jugando, antes de que mis dedos recorrieran sus preciosas curvas guiados por las manos de ella. No… no tenía idea. Por primera vez en mucho tiempo no encontraba una lógica a lo que me rodeaba. Sonreí de lado, mostrando levemente los dientes y procedí a acariciar con parsimonia sus pechos, bajando hasta su humedad, la cual pellizqué por inercia. La besé… pero esta vez sí era como un amante, aunque conservara el cuidado y los sentimientos encontrados de la vez anterior… estaba palpando el terreno… quería saber si no había ningún truco. “No?... pues que idea me falta captar?” fue inevitable soltar una frase de ése estilo, pero la acompañé con una leve mordida a su lengua cuando degustó mis labios y mis dedos adentrándose en su feminidad, subiendo por la zona inicial para masajear la parte más sensitiva de ella.
Era seductora… eso no se lo podía negar, pues las pruebas biológicas estaban a la vista con solo mirar mi hombría. Aún con mis dedos es su humedad, me erguí levemente para quedar mejor sentado y lamí todo su cuello hasta su barbilla, repasando su boca en el proceso y buscando su lengua. Un largo beso me dio tiempo para pensar que me estaba dejando llevar… esto era una prueba? Simplemente era lo que era? Preguntar me dejaría en duda a mí mismo, por lo que el accionar era lo único que me quedaba, cosa que se demostraba en el intercambio de aliento y masajes que se realizaba entre nuestras bocas. Era… cautivador que ella tomara una iniciativa así, pero ya sentía el arañazo interior del orgullo masculino. Si esto era algún tipo de medición, de intento por mesurarme… estaba fallando por completo y no sabía cuánto más iba a durar sin caer del todo en un instinto tan básico como éste.
Gerald Wynch
Re: I'm nothing but ire, fury and fire {Gerald Wynch}
Dejé escapar un suspiro, más semejante a un siseo, contra sus labios al sentir sus caricias. ¿Qué estaba haciendo? No tenía ni idea, pero se sentía bien a pesar de todo. A pesar de que él era mi captor y yo su víctima. A pesar de que los papeles ya no estaban claros. A pesar del hecho de que yo no sabía para qué lado tirar. Él sería mi ruina. Sus besos serían la trampa. Y yo estaba cayendo, otra vez. Pero, a diferencia de la primera, en esta ocasión yo lo había iniciado. Yo fui quien reclamó su toque y quien buscó sus labios. Yo fui quien se entregó a sus manos recorriendo mi cuerpo, trazando mi piel suavemente con sus dedos, enviando a través de ellos una cálida sensación que se iba extendiendo poco a poco a través de cada fibrilla de mi ser. Era yo quien ahora se deleitaba con cada roce suyo por motivos que prefería no comprender y que esperaba fueran puramente físicos. Lo eran, no cabía otra manera.
Mi espalda se arqueó involuntariamente ante su tacto en mi humedad, adentrándose en ella, sabiendo perfectamente cómo acariciarme, cómo hacer que mi cuerpo ansiara más. Mis brazos envolvieron su cuello al tiempo que mis caderas se apretaban contra su mano, buscando sentirlo aún más en mi interior. Nuestras bocas se encontraron nuevamente y nuestras lenguas se entrelazaron y desentrelazaron con continuidad, escapando la una de la otra solo con el deseo de volver a encontrarse y torturarse en una infinita lucha. Mis manos se perdieron en su cabello, jalando de él posesivamente, como si quisiera dejar aún más en claro que en aquel momento él era mío y yo era suya. En aquel momento y muy probablemente en los que vendrían. No abandonaría Castroferro en un futuro cercano y, si lo hacía, me aventuraba a decir que lo haría con él.
—¿Qué idea? —las palabras salieron como un dulce ronroneo, apenas apartándome de sus labios. Recorrí su mandíbula y su cuello entre besos y mordiscos que dejaban apenas marca alguna en su piel, saboreando el regusto salado que permanecía impregnado a él. No me sorprendí al sentir su hombría pujando por liberarse, demostrando que había solo una cosa, un aspecto, en el que nos complementábamos de manera casi perfecta. Como si ambos estuviésemos hechos solo para llevar acabo este acto para después volver a la miserable realidad de lo que éramos. Dos personas que prácticamente se desconocían, ambas queriendo ejercer el control sobre la otra sin que ninguno de los dos lo consiguiera—. Ya lo verás —susurré contra su cuello, llevando una de mis manos por debajo de su pantalón, rozando su erección. Si él podía jugar conmigo, ¿por qué yo no? A fin de cuentas, se trataba del placer mutuo. Y en esta oportunidad, tenía mi consenso desde el principio.
Mis dedos se deslizaron por su miembro con lentitud, rodeándolo con firmeza, realizando movimientos ascendentes y descendentes. La tela resultaba un obstáculo de por sí molesto, pero no podía deshacerme de ella en la postura en la que ambos estábamos. Tironeé de ella de todos modos, desajustando la atadura que mantenía ceñido en su lugar el pantalón con mi mano libre. Sentí sus músculos tensarse ante mis movimientos, vibrando ante la anticipación. ¿Podía ser que solo reaccionáramos de igual modo ante este particular estímulo? Yo lo odiaba... Lo odiaba, ¿cierto? Él me había llevado sin darme más opciones que quedarme con él o morir en mi intento de escape. Y, sin embargo, esta parte de mí lo deseaba, lo anhelaba demasiado. Y ese sentimiento empezaba a nublarlo todo, como la bruma que me había recibido aquella misma mañana al llegar a Castroferro. ¿Qué tan enemigos éramos? No podía asegurarlo ahora. Seguía sin haber cariño alguno, lo sentía en cada latido de mi corazón. Pero había otra cosa mucho más fuerte de lo que podría llegar a ser aquel sentimiento, anidando en mis entrañas, palpitando irregularmente ante la necesidad en aquel punto donde él me tocaba. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía arrastrarme a esto? Sí, él sería el culpable de la destrucción de una Valkyria que ya me resultaba extraña. Una que conservaba esperanzas escondidas, una que conservaba cierta fragilidad. Una Valkyria que había dejado en El Tridente.
—Hazlo —comencé a decir, mi voz ronca y baja. Me aparté de él lo suficiente como para observar su rostro, centrando mis ojos en los suyos. Él buscaba respuestas que yo no tenía. Lo podía adivinar fácilmente en su mirada, en un brillo particular que no había visto anteriormente. Dudaba de mi actitud, de mi renovado interés y de aquella desvergüenza que me caracterizaba, demostrada de una manera que me era ajena—. Hazme tuya. Una vez, dos, tres... Las que hagan falta. Solo así obtendrás lo que quieres saber —continué y volví a juntar mis labios con los suyos en un beso delicado, suave, sin prisa. Ya no eran los de una cautiva. Eran los de una mujer dedicada a su hombre.
Mi espalda se arqueó involuntariamente ante su tacto en mi humedad, adentrándose en ella, sabiendo perfectamente cómo acariciarme, cómo hacer que mi cuerpo ansiara más. Mis brazos envolvieron su cuello al tiempo que mis caderas se apretaban contra su mano, buscando sentirlo aún más en mi interior. Nuestras bocas se encontraron nuevamente y nuestras lenguas se entrelazaron y desentrelazaron con continuidad, escapando la una de la otra solo con el deseo de volver a encontrarse y torturarse en una infinita lucha. Mis manos se perdieron en su cabello, jalando de él posesivamente, como si quisiera dejar aún más en claro que en aquel momento él era mío y yo era suya. En aquel momento y muy probablemente en los que vendrían. No abandonaría Castroferro en un futuro cercano y, si lo hacía, me aventuraba a decir que lo haría con él.
—¿Qué idea? —las palabras salieron como un dulce ronroneo, apenas apartándome de sus labios. Recorrí su mandíbula y su cuello entre besos y mordiscos que dejaban apenas marca alguna en su piel, saboreando el regusto salado que permanecía impregnado a él. No me sorprendí al sentir su hombría pujando por liberarse, demostrando que había solo una cosa, un aspecto, en el que nos complementábamos de manera casi perfecta. Como si ambos estuviésemos hechos solo para llevar acabo este acto para después volver a la miserable realidad de lo que éramos. Dos personas que prácticamente se desconocían, ambas queriendo ejercer el control sobre la otra sin que ninguno de los dos lo consiguiera—. Ya lo verás —susurré contra su cuello, llevando una de mis manos por debajo de su pantalón, rozando su erección. Si él podía jugar conmigo, ¿por qué yo no? A fin de cuentas, se trataba del placer mutuo. Y en esta oportunidad, tenía mi consenso desde el principio.
Mis dedos se deslizaron por su miembro con lentitud, rodeándolo con firmeza, realizando movimientos ascendentes y descendentes. La tela resultaba un obstáculo de por sí molesto, pero no podía deshacerme de ella en la postura en la que ambos estábamos. Tironeé de ella de todos modos, desajustando la atadura que mantenía ceñido en su lugar el pantalón con mi mano libre. Sentí sus músculos tensarse ante mis movimientos, vibrando ante la anticipación. ¿Podía ser que solo reaccionáramos de igual modo ante este particular estímulo? Yo lo odiaba... Lo odiaba, ¿cierto? Él me había llevado sin darme más opciones que quedarme con él o morir en mi intento de escape. Y, sin embargo, esta parte de mí lo deseaba, lo anhelaba demasiado. Y ese sentimiento empezaba a nublarlo todo, como la bruma que me había recibido aquella misma mañana al llegar a Castroferro. ¿Qué tan enemigos éramos? No podía asegurarlo ahora. Seguía sin haber cariño alguno, lo sentía en cada latido de mi corazón. Pero había otra cosa mucho más fuerte de lo que podría llegar a ser aquel sentimiento, anidando en mis entrañas, palpitando irregularmente ante la necesidad en aquel punto donde él me tocaba. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía arrastrarme a esto? Sí, él sería el culpable de la destrucción de una Valkyria que ya me resultaba extraña. Una que conservaba esperanzas escondidas, una que conservaba cierta fragilidad. Una Valkyria que había dejado en El Tridente.
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Valkyria Manderly- Nobleza
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