La Rebelión De Los Fuegoscuro
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Funeral ante los ojos de los antiguos dioses (Nina Oakheart)

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Mensaje por Oswyn Karstark Jue Mayo 23, 2013 7:33 am

Con el embarazo, Jeyne se cansaba a menudo, y en ocasiones se levantaba bastante tarde. Aquel día era una de esas ocasiones. Era por la mañana, temprano. Oswyn echaba de menos el Norte. Se levantó con nostalgia, por su familia, por su hogar, por la vida que había dejado atrás y que no sabía si algún día recuperaría. Durante la guerra, a menudo Oswyn se había planteado la posibilidad de volver cuando esta finalizara. Echaría de menos a Jeyne, claro, pero había pasado demasiado tiempo alejada de su mundo, y cada vez más a menudo se sentía como un pez fuera del agua. "O como un copo de nieve expuesto demasiado tiempo al sol pero incapaz de terminar de licuarse." Pero, cuando ya estaba casi decidida, la guerra llegó a Roble Viejo, y después vino el secuestro de Brythen y Nina, el embarazo de Jeyne, el matrimonio... Y Oswyn supo que ya no se iría, no hasta dentro de mucho tiempo. La guerra había acabado pero ella estaba más atada que nunca, las raíces del roble la rodeaban en un abrazo asfixiante y no la soltarían hasta que Jeyne estuviera del todo bien y pudiera seguir adelante sin ella. Y eso con suerte.

Se levantó con nostalgia del Norte, y libre de sus obligaciones, no pudo sino dirigirse al único lugar que se asemejaba al Norte. El bosque de dioses de Roble Viejo era mucho más pequeño que el de Bastión Kar, sus plantas eran más verdes y de variedades de vegetales sureños, los pequeños muros de piedra que lo rodeaban se mantenían en pie pero presentando no pocos agujeros y desprendimientos que nadie se había molestado en reparar, y los colores de todo el lugar eran mucho más intensos de lo que lo fueran los del Bastión, ya que la luz del sol del Dominio era tres veces más brillante que la del Norte. Pero era un bosque de dioses, y posiblemente el lugar que más consideraba un hogar dentro de todo Roble Viejo. En el centro, un pequeño riachuelo, si es que merecía ese nombre, corría por un surco en la tierra, más bien un fino hilo de agua intermitente. Al otro lado, entre unas hierbas altas, había un bulto grisáceo. Os frunció el ceño y se acercó con curiosidad, hasta descubrir que se trataba del cuerpo de un gato. Lo reconoció al instante.

Maud — dijo con una sonrisa luminosa repentina mientras se acercaba a la gatita dormida.

Maud era una joven gata callejera que vivía en las calles de Roble Viejo. Oswyn la había visto por primera vez entre las sombras de la muralla del castillo hacía unos siete meses, y se había acercado a ella, hechizada por sus grandes y brillantes ojos amarillos. Los gatos son animales desconfiados, independientes, orgullosos y ariscos, lo sabía de sobra por tratar con el gato grande de su hermano Rus, pero también sabía que en el fondo de su corazón necesitaban desesperadamente cariño. La gata había rehuido un poco su contacto, pero Oswyn tenía un don especial en el trato de los animales, como si supieran que ella no les iba a hacer nada y les inspirara confianza, y acabó dejándose acariciar. Desde entonces, a Os le gustaba pasar ratos con ella cuando paseaba por las calles de Roble Viejo, jugar con ella, tararearle canciones y llevarle comida. Nunca se había decidido adoptarla porque sabía que Delva no se lo perdonaría jamás, pero se convirtió en una amiga importante para ella. La llamó Maud en imitación a los soniditos que emitía cuando la saludaba, siempre mirándola con aquellos atentos ojos grandes y amarillos.

La gata dormía sobre la hierba, y Os se acercó a ella en silencio, para no sobresaltarla. Se agachó a su lado y apoyó la mano en su lomo. La retiró de inmediato, como si se hubiera quemado. Bueno, en realidad lo contrario. Su cuerpo estaba frío. Frío, inmóvil. Con un escalofrío, Oswyn se dijo a sí misma que se lo había imaginado y sacudió su cuerpecito inerte.

Maud, despierta — le dijo, forzando una sonrisa.

Pero la verdad ante sus ojos y manos era evidente. La gata no se movía, su cuerpo no subía ni bajaba al ritmo de una respiración, y no desprendía ningún color. Oswyn cerró los ojos, negándose a creerlo. No podía, su mente no podía llegar a concebir la idea de que su amiga hubiera dejado de existir. Sintió un horrible nudo en el estómago y tuvo el impulso de salir corriendo. Si nunca había ido al bosque de dioses, aquello nunca había pasado. Deseó poder volver atrás en el tiempo, y que todo aquello quedara como el recuerdo de un mal sueño. Pero era tarde. Maud estaba muerta, y Oswyn había perdido a una de sus mejores amigas, y su mayor confidente en todo Roble Viejo. Alzó la vista, sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas, y miró a su alrededor, como buscando algo a lo que agarrarse, algo, pero se topó con la única presencia del arciano del bosque, que la miraba con unos severos ojos de sangre.

Sintió que le faltaba el aire, casi no podía respirar ante la idea, y por más que lo intentaba no lograba apartar los ojos de su cuerpecito grisáceo. Sabía que lo mejor que podía hacer era salir de allí y no volver a pisar aquel lugar nunca más en varios meses, que cuanto más tiempo se quedara observándola, más la acosaría su imagen en pesadillas, pero algo le impedía hacerlo. No quería abandonarla. No todavía. Sentía que, pese a que ella quería alejarse, por respeto a la gata debía quedarse a su lado. No había nadie más para velar su cuerpo. Por algún motivo, la gente parecía despreciar o incluso odiar a los gatos, o como mínimo eran indiferentes a ellos, y una gata callejera que pedía comida no era santo de la devoción de nadie. Oswyn sabía que había sido la única amiga de la gata, y no podía abandonar allí su cuerpo para que alimentara a los cuervos. Así que siguió observándola, con el corazón partido en mil pedazos que a su vez estallaban cada uno en otros mil.

Maud estaba tumbada de espaldas a Oswyn, y si no se fijaba mucho, daba realmente la sensación de que solo se estaba echando la siesta. No mostraba ninguna herida visible, ninguna causa de muerte. Había sido una gata sana, y demasiado joven para morir por causas naturales. Sabía que se arrepentiría, pero no podía quedarse siempre con la pregunta de por qué había muerto. Con cuidado, con la mano temblando, volvió a tocarla. Todo su cuerpo se estremeció de cientos de escalofríos. Os no estaba habituada a la muerte, y desde luego no de un modo tan directo. No estaba segura de ser capaz de mover un cadáver, y menos aún teniendo en cuenta que era posible que se encontrara con una espantosa herida al hacerlo. Pero reunió toda su fuerza de voluntad, y lo hizo. Con delicadeza, como si aquel cuerpecito peludo fuera de cristal fino y frágil, tiró de sus patas y le dio la vuelta. Descubrió, con alivio, que el resto de su cuerpo también estaba impecable. No estaba segura de si habría podido soportar ver alguna herida. Quizá se habría mareado. No es que se marease con la sangre, pero sabía que le horrorizaría ver una herida abierta en la carne de aquella criatura a la que tanto había querido. Que no cambiaba nada, herida o no seguía estando muerta, pero la impresión la habría podido traumatizar de por vida.

Ahora con algo menos de miedo, inspeccionó más al detalle su cuerpo, sintiendo escalofríos cada vez que tocaba una de sus patas, su cuello, su barbilla, y no sentía la vida en su interior, pero no encontró ninguna seña que indicara la causa de su muerte. No sabía qué había podido ser. Pero entonces recordó un comentario que le había escuchado decir una vez a un ciudadano.
"La han envenenado", comprendió de pronto, sintiendo una terrible mezcla de rabia, odio y dolor. La gente odiaba a los gatos. Oswyn jamás comprendería por qué, pero sabía que era cierto. Y aquella parecía la explicación más lógica. "Como descubra quién lo ha hecho...". Oswyn nunca había estado a favor de la venganza, le parecía ilógica e inútil, pero en aquel instante lo único que pudo hacer era desear todos los males a quien le había hecho eso a Maud. Aunque solo fuera porque ningún otro gato tuviera que sufrir por sus estupideces. ¿Por qué le habían hecho aquello? Maud jamás le había hecho nada a nadie. Jamás. Como mucho, alguna vez se había acercado con timidez a las personas para maullarles pidiendo un poco de comida, y cuando había visto que no surtía efecto, se había alejado. Era la gata más buena que había. No se merecía aquello. Cometer un asesinato así, gratuitamente, contra una criatura indefensa e inocente, le parecía el peor acto de crueldad que se podía cometer. Impotente y destrozada, Oswyn lanzó un grito al cielo, como si exigiera a los dioses explicaciones, terminando en un desconsolado llanto. La única respuesta que obtuvo fue la seria mirada sangrienta del arciano. Pero, a diferencia de otras ocasiones en las que había culpado a sus dioses de las desgracias que ocurrían en el mundo, esta vez encontró consuelo en el árbol blanco de cara roja. Aquello era el Dominio, y hacía tiempo que aquellas tierras habían estado lejos de control de los dioses de los primeros hombres. En el Bastión Kar, Oswyn no recordaba haber oído jamás a un norteño maldiciendo a los gatos, pero los Siete dioses que regían ese lugar al parecer tenían cosas más importantes en las que pensar que en el asesinato de un gato inocente. Claro, nadie le había puesto una vela a una estúpida estatua de piedra para que cuidara de Maud.

Oswyn temblaba. Volvió a mirar el cuerpo de Maud y lo acarició con ternura mientras gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Se preguntó qué hacía en el bosque de dioses. Por algún motivo, le reconfortaba que estuviera allí. Era como si el animal, en sus últimos momentos de vida, cuando se encontraba mal y no comprendía qué le pasaba, instintivamente hubiera acudido al abrazo de los dioses antiguos. Os tragó saliva y cerró los ojos un momento, tratando de serenarse. Se quitó la manta de tela fina que llevaba a los hombros para protegerse del frío de la brisa matutina y la colocó sobre el cuerpo de Maud, para darle un poco de intimidad. Entre las hierbas y tapada con la manta rojiza, más que un cadáver parecía una piedra grande, un montículo de tierra o un simple burullo de la propia manta. Mejor. Si alguien entraba en el bosque, no quería que se pusiera a mirarla. Alzó la vista, clavándola en los ojos del arciano, quien le devolvió una mirada de comprensión. Su rostro era serio y duro, pero era como debía ser. El Norte era frío, y los arcianos no sonreían, pero de algún modo Oswyn no podía dejar de sentir que su presencia la reconfortaba, como si apoyara una invisible mano de madera blanca sobre su hombro mientras ella velaba el cuerpo de su amiga. Pero era una sensación tenue. Los dioses antiguos no tenían poder sobre el Dominio.
"Este no es mi lugar".

Sentía una fuerte presión en el pecho que no sabía cuándo la abandonaría, y no podía dejar de llorar ni de temblar. Intentó no hacer ruido. No quería llamar la atención. Estaba desconsolada, sí, pero ¿quién la iba a consolar allí? Deseó, ahora más que nunca, que alguien la abrazara. Su padre, su madre, Rus, Alexa. Alguien. Pero estaba sola y a incontables millas de todas aquellas personas a las que quería, y en Roble Viejo seguía siendo una extraña pese a que llevara casi un año viviendo allí. Su única amiga era Jeyne, pero no quería molestarla y cargarla también con sus propios problemas. Deseó que al menos Erisdar estuviera a su lado, y así podía imaginar que Rus también estaba con ella, pero el indomable halcón podía estar en cualquier lugar y no tenía modo de llamarlo. Estaba sola, completamente sola, con la única compañía del débil arciano y el cadáver de Maud. Se encogió, desconsolada, y se quedó llorando de rodillas abrazada a sí misma.
Oswyn Karstark
Oswyn Karstark


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Funeral ante los ojos de los antiguos dioses (Nina Oakheart) Empty Re: Funeral ante los ojos de los antiguos dioses (Nina Oakheart)

Mensaje por Nina Oakheart Vie Mayo 24, 2013 4:19 pm

Un cielo de un color púrpura intenso se reflejaba en sus profundos y grandes ojos. Miró hacia arriba, empequeñeciéndose así sus pupilas, y observó unas nubes brillantes y anaranjadas. Eran apetecibles, pero eran nubes y, si bien alguna vez había soñado que vivía en ellas y podía comerlas, aquella no era una de esas veces. No sabía dónde estaba, nunca había leído ni imaginado ningún sitio parecido, pero le gustaba a pesar sde que se estuviese empapando con la lluvia. Últimamente cualquier cosa que apareciese en sus sueños que no fuese Refugio Quebrado le gustaba.

Bajó la vista y vio unas flores que si se hubiese puesto a contarlas nunca habría despertado. Intentó coger una, encantada con sus colores y formas, pero se deshizo entre sus dedos como si fuese de papel. Normalmente, cuando soñaba, era consciente de que lo estaba haciendo y, en muchas ocasiones, podía manejar lo que ocurría. Era divertido, pero aquella vez no podía conseguir que las flores no se rompiesen. Se tumbó en el prado, pensando que le encantaría quedarse allí horas. Olía dulce, como le gustaba, y le agradaba escuchar el sonido de las gotas contra los pétalos de papel. Llegó a la conclusión de que no se rompían si no las tocaba una persona, lo que le pareció curioso. Entonces, a sus oídos llegó un sonido distinto. Era como si unas uñas estuvieran rasgando madera, y se removió inquieta, entre las flores, pero justo después se dio cuenta de que lo estaba haciendo en su cama. Intentó enfocar su mirada y vio su sábana con dibujos de rosas. Suspiró y se incorporó, mirando con reproche a una Gynna inquieta que estaba deseando salir de su cuarto. Se preguntó qué hora sería, porque su cuarto estaba lleno de una luz azulada y fría. Temprano, bastante temprano.

Se incorporó y dio un par de palmadas sobre la cama y Gynna se subió. Todos odiaban que subiese a la perra a la cama, por cuestiones de higiene y no sé qué cosas que a Nina le daban igual.

Eres un bicho — le dijo, picada porque la hubiese despertado arañando la puerta —, eres un monstruo de más allá del Muro — la apretó contra sí, con cariño, mientras Gynna movía el rabo —. Lobita huargo de Invernalia... — le removió el pelo y la dejó.

De pronto, recordó su sueño y quiso apuntarlo por miedo a que se le olvidase. Se asomó debajo de la cama, apoyando las manos en el suelo y con las piernas aún sobre la cama. Había un montón de cosas, y buscó con la mirada un pequeño cuaderno que tenía forrado con cuero. Cogió también una pluma y tinta y subió las cosas encima de la cama. Tenía una página marcada con la hoja de un roble, a saber qué había dejado escrito a medias. No soltó el bote de tinta por si se derramaba sobre su cama, y escribió un pequeño texto mezclando la idea del sueño con otras que se le ocurrieron en aquel momento. Todavía estaba un poco dormida y las líneas le salían torcidas, pero no le importaba demasiado. Para cuando hubo acabado una página, ya estaba completamente espabilada, y terminó con otra frase en la página de al lado. La izquierda. No sabía por qué, pero empezaba los cuadernos por el final y los acababa en el principio, así que siempre escribía primero en la página derecha. Se entretuvo terminando con la huella de un gato, otra costumbre que tenía, y volvió a dejar el cuaderno debajo de la cama.
Spoiler:

Gynna había desistido, y estaba tumbada pegada a la puerta. Supuso que no iba a volver a dormir, así que se levantó de la cama y fue a vestirse. Cogió una camisa blanca, ancha y cómoda, y la cambió por su ropa dormir. Cuando tenía que ir arreglada, ese tipo de camisas se las ponía bajo alguna parte de arriba de un vestido, pero en aquel momento no tenía que hacerlo. Se puso una falda que le llegaba por los tobillos de color azul, aunque tenía el color bastante desgastado porque era un poco vieja, pero le gustaba mucho. Por último, se abrochó unas botas negras y, para alegría de su perra, se dignó a abrir la puerta de su cuarto y a salir. Mientras bajaba por las raíces del roble se echó todo el pelo a un lado y se hizo una trenza descuidada. Le encantó comprobar que no había casi ningún invasor rondando a esas horas. Con suerte, aun podría ver algo del amanecer en el exterior.

Cruzó la cocina, para salir por una puerta trasera pero, cuando estaba saliendo, Gynna retrocedió. Al parecer fuera hacía frío para ella. Eso, o estaba esperando con ansia a que las cocineras se pusieran a hacer el desayuno para pillar toda cosa que cayese. Nina la miró mal y se agachó para revolver su pelo antes de salir. Fuera, se dirigió a un jardín repleto de árboles, y escaló subiéndose a su árbol favorito. Se acomodó entre las ramas y, hasta que no terminó de amanecer y la luz del sol no lo invadió todo, no se movió de allí. Sacó un libro de un hueco en la corteza y bajó del árbol, buscando algún sitio en el que leer con tranquilidad, un sitio en el que la gente no soliese estar demasiado. Pensó en el Bosque de los Dioses Antiguos. Si bien a las personas le gustaban verlo, preferían estar en otros jardines, y así a Nina no le interrumpían la lectura. Además, ese sitio siempre le resultaba muy cómodo, aunque soliese causar el efecto contrario. Quizá fuera por el arciano, nunca le había dado muchas vueltas.

Cuando llegó allí, oyó unos gemidos desconsolados, y su primera reacción fue agacharse entre unos arbustos. Avanzó con cuidado y se encontró con la figura de Oswyn, encogida junto a un bulto tapado por un pequeño manto rojo. Se mordió el labio con... ¿Preocupación? Sí, admitió que lo era. Desde que había llegado de Refugio Quebrado apenas había tratado con ella, pero no le desagradaba como lo hacía antes. Las cosas habían cambiado, su hermana se iba a casar, iba a tener un hijo... Su atención estaba bastante perdida, no ganaba nada con seguir pagando eso con su doncella. Después de Refugio Quebrado y todo eso, le parecía la menor de las preocupaciones. Había sido algo idiota tratando a las doncellas así y, ahora que sabía que se iba a encontrar más sola que antes, más le valía crecer un poco. Oswyn aún le producía cierto rechazo, pero también era cierto que nunca había deseado verla tan mal como la estaba viendo en aquel momento.

Se incorporó y avanzó andando hacia ella, aunque tal como estaba quizás aún así no la oiría. No sabía muy bien por qué hacía eso, poca cosa podía hacer por animarla después de cómo la había tratado. Probablemente la odiaría, se lo había ganado, le desagradaría mucho su presencia. Pero no podía irse sin más, quizá por preocupación, quizá por curiosidad, quizá por algo más, qué más daba. Se sentó a su lado, con el libro en el regazo, sin saber qué decir. Era un desastre expresándose, ni si quiera sabía qué le pasaba. Así que, sabiendo que nada de lo que le dijese la iba a hacer estar mejor, leyó en voz alta una de sus partes favoritas.

"¡Por supuesto que os lo diré!" — esperó unos segundos a que Oswyn asumiese su presencia, pero no se atrevió a mirarla — "Lo único que tenéis que hacer es preguntarlo. La primera pregunta fue si podría o no decirlo, y la segunda, si lo haría. Pero en realidad no me habéis hecho la pregunta" — cambió un poco el tono de voz. En realidad se sabía todo aquello de memoria, pero en esa situación no le habría salido sin leerlo —. "Pues dejadme que os la haga adecuadamente, dijo Brom con una sonrisa, ¿Dónde vive Jeod? ¿Y por qué tiene usted una rana?" — se aclaró la garganta un momento — "...Bueno, ahora sí que nos entendemos, bromeó la mujer. La casa de Jeod es la de la derecha. En cuanto a la rana... bien, en realidad es un sapo.. Estoy intentando demostrar que no existen. Que sólo hay ranas" — sonrió inevitablemente — "Si demuestro que los sapos no existen, entonces este bicho es una rana y nunca fue un sapo. Por lo tanto, el sapo que ves ahora no existe Y, levantó el dedo meñique, si demuestro que sólo hay ranas, los sapos no podrán hacer nada malo, como provocar que se caiga un diente, que salgan verrugas, o envenenar y matar a las personas. Además, las brujas no podrán usar ninguno de sus hechizos porque, naturalmente, no habrá ningún sapo."
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