La Rebelión De Los Fuegoscuro
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Mensaje por Eressea Caron Mar Mar 12, 2013 4:28 pm

Se había despertado con el pie izquierdo, como suele decirse. Tampoco es que fuese algo inusual, no era la primera vez que ocurría, así que nadie se interpuso en su camino, era mejor así...mejor para la integridad física de aquellos que la rodeaban.
A pesar de la tormenta que, incluso ella sabía, iba a estallar de un momento a otro salió a cabalgar para tratar de calmar otra tempestad diferente, pero igual de violenta. Una que estaba en su interior y que no parecía haber empezado por ningún motivo concreto, pero que ahí estaba, ella era así. No por nada la llamaban loca.

En el horizonte, por delante de ella, nubes tan negras como el mismo carbón comenzaban a engullir un cielo que, hasta hacía poco, era azul.
Tendría tiempo suficiente, antes de que la tormenta llegase hasta ella, para cabalgar hasta calmarse y después volver, ya más serena.

De repente, cuando apenas llevaba media hora de paseo, el viento cambió y se hizo más fuerte trayendo consigo la tormenta, que debería haber tardado más en llegar. La lluvia comenzó a caer con fuerza, empapando a la joven de cabellos rojos. Azuzó a su montura de vuelta a la protección de su hogar, pero para cuando llegó su humor no sólo no había sido templado, si no que tras mojarse hasta las pestañas aún estaba de peor humor que antes y su tormenta interna dejaba en sólo un chubasco lo que ocurría tras aquellas paredes.

Decidida, y aún empapada, se acercó hacia la vitrina que tenía más cerca, asió uno de los jarrones y lo estrelló contra el suelo descargando toda su furia en el proceso. Pero no fue suficiente del todo. En un arrebato alzó la diestra y la lanzó contra otro jarrón que se rompió, haciéndose añicos, al golpe de su mano. Los trozos cayeron con estrépito al suelo, muchos de ellos empapados con la sangre que ya había comenzado a brotar de la mano de la joven, la cual goteaba manchando el suelo, pero ella no parecía darse cuenta aún.
Eressea Caron
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Mensaje por Pearse Caron Dom Mar 17, 2013 6:44 pm

Wulfric Mediapolla agarraba al preso entre sus anchos brazos, para impedir que se escapase de su macabro destino, aunque este se afanaba por patalear y gritar bajo la mordaza. Lo habían pillado forzando la cerradura de la alcoba de su hermana Persefone, y obviamente, no estaba comprobando que era bueno abriendo cerraduras. Y en Canto Nocturno, la sospecha, el intento, o la ejecución de una violación se pagaba cara. Aun más si el objeto de esta era su propia hermana.

Fue aquel motivo lo que hizo reflexionar al lord Caron acerca de un castigo ejemplar. El desollamiento de los presos era la marca de calidad de los Bolton, como decían las viejas historias, y Pearse nunca había tenido un buen manejo del cuchillo. Cuando quería cortar el chorizo las lonchas salían irregulares, cuando pelaba las manzanas nunca sacaba la piel de una tira, y si planteaba despellejar a aquel hombre, haría un estropicio, y no quedaría bonito sobre el arco de entrada de la muralla.

- Ese hombre merecería que le metiesen un palo por el culo, por violador. O eso le haría yo a quien intentase follarse a mi hermana. –Murmuró a su lado Gunnar el Becerro, caracterizado por su brutalidad y su agresividad.

Pues no era mala idea, para una vez que aquel fortachón pensaba, Pearse vio lógico celebrarlo haciéndole caso. Mandó a uno de sus hombres a por una pica bien resistente y afilada, y esperó a ver la reacción del condenado. Su expresión pasaba con fugacidad de la sorpresa al más insano temor, sobre todo al ver cuál sería su final. Parecía una condena justa, porque el hombre sentiría lo que habría pensado hacer con Persefone, y no lo volvería hacer jamás. Aunque lo último era bastante obvio, incluso para el Becerro.

Entre dos soldados vestidos con la armadura grisácea de acero de castillo transportaban un pesado mástil, similar a los que se empleaban para colgar el estandarte de las golondrinas sable sobre campo dorado, e igual de alto. Por su tamaño, casi todo Canto Nocturno alcanzaría a ver el inmolado, picoteado noche y día por los cuervos hambrientos.

El propio Pearse vio adecuado ser uno de los que hiciesen los honores de dejarlo caer sobre la vara de hierro. Le arrancaron la ropa a jirones al condenado, y le cayó algún golpe en la cabeza, en el estómago, en la espalda, alguna patada en los cojones, y escupitajos, muchos escupitajos. El pueblo sabía que era lo que pasaba en aquel caso, y estaban enterados de que había que cumplir las normas a rajatabla, sin desviarse lo mínimo, o un mástil como aquel les arrebataría la virginidad a sus anos.

Levantaron al hombre entre varios, por los hombros, aunque Gunnar vio conveniente el pelo como asa. Pearse no era quien para decirle que estaba equivocado. Una vez en el aire, caminaron todos a la vez sobre la plataforma de madera que se había improvisado 5 varas sobre el suelo. Era una buena altura para que todos observasen hacia arriba boquiabiertos, y para que acomodar al condenado no fuese muy complicado. Con pericia irían dejando caer el cuerpo, para que la afilada punta férrea destrozase su interior, hasta que encontrase un hueco de salida. Wulfric Mediapolla fue calculando que la penetración fuese certera, y poco a poco fueron bajándolo. El hombre gritaba angustiado mientras sus órganos se iban perforando y la sangre bañaba el asta vertical.

- Mi señor, venid rápido, vuestra hermana yace inconsciente en el vestíbulo, intentamos vendarle la mano como pudimos, pero… sigue sangrando… no sabemos qué hacer, y el maestre no se halla en sus aposentos… Es urgente, mi señor.

El Caron giró la cabeza cuando oyó a uno de sus hombres, desconocía su nombre, hablando de su hermana. Soltó con violencia al violador, y escuchó con satisfacción el grito que surgió de su boca, junto al sonoro crujido de la pica destrozando hueso. Con una rápida ojeada vio como sobresalía de su cráneo un trozo de hierro, y supuso que la ejecución había terminado. Se limpió las manos en la túnica, y ordenó recoger aquel estropicio, así como colocar aquello bien alto.

Acto seguido, corrió con prisa hasta el lugar indicado, en compañía del informador, hasta que se topó a Eressea, con sus largos cabellos rojizos confundidos con un charco de sangre. Se agachó con rapidez, giró el cuerpo e hizo que la joven antaño llena de vida (y de mal carácter, pero aquello le venía de familia) lo observase, el rostro blanco como el mármol, la mirada de sus ojos azules perdida en el infinito. Comprobó las constantes vitales, y su temor se hizo aún más evidente cuando vio el casi inexistente pulso en sus venas. No podía ser posible aquello. Taponó la herida con sus dedos, con fuerza. Era inútil. Su hermana se iba. Y el maestre no aparecía. Otro más para empalar.

A sus espaldas escuchó el llanto de Perséfone. Perceval no estaba, había ido de viaje, y solo los Siete sabían adónde. Su medio hermano Pericleo estaría emborrachándose o follándose alguna muchacha desprevenida, era obvio. Todo Canto Nocturno comenzó a arremolinarse alrededor de la pelirroja, aquella que rompía los jarrones cuando se enfadaba. Y su fin, aparte de trágico, parecía irónico. Una macabra broma de los dioses, maldijo.

Y cuando menos se lo esperaba, el corazón dejó de latir. El charco era ya demasiado grande, parecía haberse derramado el contenido de un barril de vino dorniense. Pero se sabía que era de su hermana, y que por culpa de aquello había muerto. Al principio no quiso comprenderlo, no. Podía haber medido mal las constantes vitales, tampoco era un galeno, solo un lord de las montañas, un guerrero, un general, y un hermano. Las lágrimas no quisieron surgir, pues Pearse ya no se acordaba como se lloraba, aquella era otra característica que los Baratheon le habían arrebatado con sus brutalidades, pero en aquel momento brotaron dos ríos de sus ojos, que en 2 años se habían mantenido secos, meditabundos, vengativos. Y lloró, lloró como nunca antes lo había hecho.

Cerró los ojos de la ahora difunta lady Eressea Caron, y se irguió, su porte sombrío, preparado para atacar. Su mano, cercana a la espada. Se giró y se encaró con quien lo había avisado. Muchos dirían que el lord Caron echaba fuego por los ojos, pues tal era su expresión. Y alargó la mano, para asir la mandíbula del hombre que oteaba aterrado, suplicante. Parecía una puta. Le abrió la boca solo apretando el punto preciso a ambos lados de la cara, y coló su cimitarra por el orificio, su pulso no vacilaba, no. El corte fue recto, directo, y sencillo, la muerte llegó rápida, y el hombre se llevó las manos al cuello, creyendo quizás que así sacaría la espada. Que inocente era el ser humano cuando veía cercana la muerte.

La hoja salió silbando, cubierta de sangre desde la cruz hasta la punta, un trabajo excelente, debería pedir más armas como aquella para armar a sus hombres. Limpió la sangre con los ropajes del recientemente fallecido, y se la guardó en la vaina. Una mancha de sangre en su mano lo miraba ociosa, y Pearse lamió, con el rostro aún enfurecido, el semblante sombrío, el ceño fruncido. Miró el cadáver de su hermana, luego el del soldado.

- Si hubieras sido rápido no habría muerto. No había canción más dulce.

Y acto seguido se fue, apartando a la gente con empujones, a otros con patadas, y algunos recibieron cortes. Se mantuvo un silencio sepulcral mientras la capa del Caron se mecía al viento, mientras sus pasos sonaban rítmicamente sobre el suelo de piedra, mientras se alejaba a sus aposentos, mientras lloraba a su hermana.
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Mensaje por Persefone Caron Dom Mar 24, 2013 8:39 am

A Persefone nunca le gustaron las tormentas, los rayos y los truenos la asustaban desde niña, y aunque era un terror infantil que había aprendido a ignorar, seguían haciéndole temblar por dentro cada vez que los escuchaba. Apoyó la espalda contra el respaldo de su asiento mientras observaba su libro de horas, con hermosos gravados de los Siete decorando sus páginas. A su alrededor pululaban nada más y nada menos que dos septas y cuatro doncellas más, que eran encargadas de velar por su tranquilidad después de que un necio intentara forzar la entrada de sus aposentos. Para velar de la tranquilidad de su hermano, además se habían apostado guardias en la entrada de su cámara, aunque escuchando los gritos que provenían desde el exterior acompañando a la tormenta, Persefone dudaba que nadie más pudiese intentar algo siquiera parecido.

Y eso la complacía. Se sentía enormemente halagada al comprobar lo preciada que era ella para su familia ... Bueno, ella y su virginidad. Cada grito del condenado era un recordatorio de lo alto que se pagaba incluso la tentativa de intentar dañarla ... Y era enternecedor. Las septas habían intentado desoír los gritos con sus cánticos, pero Persefone las había hecho callar. Se había dejado convencer para no asistir al espectáculo, pues las septas sostenían que después del incidente lo mejor era que no tuviese que presenciar algo así ... Todo el mundo la creía débil e impresionable, y quizá era mejor para ella mantener esa opinión en los demás; pero del placer de escuchar los gritos de aquel estúpido que se había creído lo suficientemente intrépido como para osar atacar a una lady de Canto Nocturno no le iba a privar nadie, ni siquiera las septas.

Pero de pronto se escuchó un grito diferente, un grito de alerta, de socorro. Las doncellas se levantaron de un brinco y se miraron entre ellas, confusas, dejando sus labores de costura a un lado y escuchando con atención. Persefone cerró su libro y ordenó con un gesto a las septas que salieran a ver que era lo que ocurría. Volvieron al instante, pálidas como la cal.

-Es vuestra hermana ... Lady Eressea ... -Dijo una de las septas, aproximándose para aferrar por los hombros a Persefone, como si temiese que fuera a desplomarse -Está en el vestíbulo, rodeada de ... de ... de sangre ...

Persefone parpadeó sin terminar de comprender las palabras de la septa. Se sacudió las manos de la anciana y aún sin procesar todo aquello, se dirigió al vestíbulo con el libro de horas fuertemente apretado entre sus manos. Ni siquiera era capaz de percatarse de que las doncellas y las septas la seguían de cerca y gimoteando. Era incapaz de escuchar nada, incapaz de ver nada ... Se encontró a sí misma con los zapatos de terciopelo gris metidos en un enorme charco de sangre roja, en el que el pelo de su hermana parecía abrirse como un abanico que contrastaba con su piel demasiado pálida.

Ahogó un grito de horror mientras su libro de rezos escapaba de entre sus dedos para caer con un golpe sordo y tétrico sobre el lecho de sangre de Eressea. Ladeó la cabeza para observar como su hermano se aproximaba para arrodillarse junto a Eressea e intentar parar la hemorragia. No entendía nada ... ¿Quién la había herido? Le recorrió un escalofrío al vislumbrar los trozos de cerámica y cristal de los jarrones que Eressea rompía cuando se encolerizaba ... Asomándose sobre el hombro de su hermano, Persefone comprobó que Eressea estaba cada vez más pálida, y no reaccionaba ...

-¡¿Dónde está el Maestre?! -Aulló mientras las lagrimas le desdibujaban el escenario de la catástrofe. No logró dar con el hombre que supuestamente debía de velar por el bienestar de la familia Caron, y eso la hizo gemir de pura rabia. El tener que presenciar la muerte de su hermana sin poder hacer nada para evitarlo la rasgó por dentro. Las doncellas tiraban de ella para intentar alejarla de la macabra escena, tratando de obligarla a girarse y no mirar, pero ella mantenía los ojos clavados en Eressea mientras sollozaba y le rogaba que no se marchara, pero ya era tarde, lo comprendió cuando Pearse cerró los ojos del cadáver de su hermana. Porque ya ni siquiera era Eressea. Eressea brillaba, y aquel cuerpo parecía opaco, solo una sobra de lo que había sido ... Y pese a todo, seguía siendo hermosa.

Pearse se alzó entonces, tan furioso que sus ojos parecían llamear de puro odio. Aferró a uno de sus hombres y sin vacilar le enterró la cimitarra por la boca. Aquello detuvo los sollozos de Persefone al instante, que suspiró con cierta dificultad cuando el cuerpo de aquel soldado cayó al mismo suelo en el que permanecía el cadáver de su hermana. La realidad golpeó entonces a Persefone, no era la única que había perdido a una hermana. El primer ramalazo de dolor le había impedido ver la magnitud de la catástrofe. Intentó aproximarse a Pearse, pero las septas se lo impidieron, y quizá tenían razón al hacerlo, Pearse necesitaba desahogarse a solas. Observó la marcha de su hermano antes de volverse para mirar a una de las doncellas.

-Avisad a las Hermanas Silenciosas -Ordenó mientras se esforzaba para que su voz no se quebrara -Y que alguien dé con el Maestre. Que lo escolten a la torre para que mande un cuervo a Antigua pidiendo un nuevo Maestre que lo sustituya, y luego llevadlo a los calabozos -Dicho lo cual, giró sobre sus talones y se encaminó a sus estancias, necesitaba estar sola para llorar en paz, no le gustaba compartir sus lagrimas con nadie.
Persefone Caron
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Casa vasalla
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