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Nunca se baja el telón.
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Nunca se baja el telón.
La compañía con la que había marchado era del mismo número con la que volvía, pero al menos ahora todos les eran conocidos. Junto a Stilian y Gilbert viajaba Ryan Merryweather. El caballero del Dominio no había puesto demasiadas quejas a la petición del ándalo a que abandonase en lugar junto a él y a la mujer del este. La verdad era que su afecto por el joven se había hecho patente a cada momento, y que, ajeno a aquellas costumbres de caballeros y escuderos, Nathair observaba a ese joven como tal, aunque ni el fuese caballero ni el otro edad para escudero. Había pasado mucho tiempo alzando el arma frente a él, enseñando estocadas y remedios contra ellas, golpes con los que abrir el campo de batalla y otros para buscar bajar la guardia al enemigo...y había observado en ese muchacho algo más que había llamado su atención. Su mirada al observar a l mujer que le acompañaba, su curiosidad en la búsqueda de la sacerdotisa roja, su inclinación a saber más sobre la baraja de cartas con la que jugaba cuando se reunía con Stilian. En definitiva, curiosidad. Deseaba ver la gran ciudad, deseaba dirigirse a Braavos y ver la lejana Dorne. Y para él, aquello, la curiosidad, era una de las más y preciadas posesiones que podía tener cualquier hombre o mujer. Por eso le propuso la unión a él y a su partida al Valle, con el nombre de Ryan y olvidando un apellido que podría traerle problemas allá por donde se encaminasen. El resultado había sido tenerlo como un compañero más en su viaje, aquel que los devolvía a la ciudad de Desembarco del Rey.
Aunque bien era cierto que apenas había vivido allí por unos meses si podía asegurar que se encontraba mucho más a gusto con un fondo de suciedad y olor a podredumbre que aquella fortaleza impoluta que se había convertido en una ciudad a la que el bastardo nunca más desease volver. Era allí donde se había enterado del fallecimiento de su padre, de Athys Arryn, el porque de que se encontrase en Desembarco del Rey, dispuesto a hacer una escala de camino al Valle de donde era genuino. Aún no se lo había hecho saber a Liana, pero creía saber que lo intuía. Su comportamiento, el del ándalo, había sido un tanto más frío, distante, desde que hubiese sabido de la noticia. Sus encuentros, en la noche, habían escaseado desde aquellos días, más de dos semanas ya, y la normal mordacidad del bastardo pareciera haberse diluido en el aire desde la salida de Altojardín. Aquella muerte, producida por los clanes, le asolaba por las noches, sin dejarle dormir apenas, y también por el día, haciendo que pareciese ausente. Además, muchas de las veces, prefería quedar hablando con Stilian, con el cual tenía numerosas charlas. Pero siempre volvía a ella, a unos brazos que le rodeaban con tranquilidad, a unas manos que acariciaban su cabello y su cicatriz, que le hacían sentirse mucho más pleno que sin ellas. Sus labios le pareciesen dar el aliento que necesitaba, aunque nunca hubiese dejado ver un rostro de tristeza, tan solo seriedad.
Su vista verde se paseó por su derecha, donde encontraba a las multitudes que siempre reinasen en la calle de la seda donde hombres buscaban placer, mujeres consuelo y pillos monedas. Al volver a la izquierda la observó, mucho más hermosa ahora, entre aquella atmósfera. Era curioso como tuviese aquella visión de Liana antes que recordarla en la galera del Mander. Por eso se había enamorado de ella seguramente, por ser capaz de encontrarla entre tanta mierda y reconocer algo más allá de su belleza y su altivez, encontrar algo por lo que le mereciese la pena luchar, pelear. Lo que él había hecho para conseguir dos palabras que le dedicase en una orilla de un río tan lejano como el Mander. Ella volteó su rostro y él le sonrió como únicamente podría hacer a partir de ahora a escondidas, cuando no le viesen en público. La estaba exponiendo, demasiado...y no se permitiría ponerla en peligro.
Volvió la vista al frente y observó el palacete de piedra que era la Rosa, un reino del que solo era regente titiritero. El aire se apareció por sus fosas nasales de una vez, pesadamente. No tenía posibilidad ahora de ser débil, de dejar que su mente divagara por aquellas historias sobre el Valle, ni dejarse caer en el apoyo de la mujer, no al menos mientras estuviese al frente de aquel lugar, ahora con un nombre y un apellido que solo él y otros cuatro, a su alrededor en ese mismo instante, conocían. Los caballos, a un ritmo lento pero continuado, traspasaron el umbral del suntuoso burdel mientras el sol llegaba a lo más alto del cielo. Algunas de las mujeres aprovechaban para almorzar en el suelo herbáceo, y cuando observaron la llegada de lo que parecían ser viajeros, algunas de ellas dejaron escapar suspiros de resignación. Claro que tan solo con ver la figura del pelirrojo y la mujer de Asshai fue suficiente para alentar el espíritu de cotillas de casi todas y hacerlas alzarse para saludar a ambos. Aquelo hizo que el hombre apostara una sonrisa con cierto cansancio en su rostro.- Mis putas se alegran de verme...que consideradas.- Su voz se alzó, para que todos lo escuchasen, y recibió algunas risas por parte de ellas y alguna regañina por otras. Ryan, el pobre, parecía totalmente descolocado en aquella posición y lugar.
El ándalo descabalgó y se dirigió hacia Liana, otorgándole su brazo para ayudarle a bajar, quedando a unos pocos centímetros ambos, ocultos por el cuerpo del equino, algo que aprovechó para mover sus labios, aún sin hablar, dejando escapar dos palabras que no repitiese desde hacia mucho tiempo pero que deseaba hacerlas saber antes de colocar de nuevo su careta, aquella que mantendría hasta a saber cuando, aunque por poco tiempo, de eso estaba seguro. No pudo hacer más antes de escuchar un gruñido tras ellos, algo lejano. Violador había salido del burdel para ver que era aquel alboroto y gruñía para poner orden. El pelirrojo volteó sobre sus propios pies y dio un par de pasos hacia él, dispuesto a dirigir su papel en la obra. Nunca se terminaba de bajar el telón.- ¡Te dije que la traería de vuelta, sana y sin ningún tipo de envite...- Alzó ambas manos tal como haría cualquier inocente de un cargo injusto que le propusiesen. En verdad...mentía, esperaba con todas sus fuerzas que verdaderamente, Liana, hubiese cambiado en aquel viaje a Altojardín.
Aunque bien era cierto que apenas había vivido allí por unos meses si podía asegurar que se encontraba mucho más a gusto con un fondo de suciedad y olor a podredumbre que aquella fortaleza impoluta que se había convertido en una ciudad a la que el bastardo nunca más desease volver. Era allí donde se había enterado del fallecimiento de su padre, de Athys Arryn, el porque de que se encontrase en Desembarco del Rey, dispuesto a hacer una escala de camino al Valle de donde era genuino. Aún no se lo había hecho saber a Liana, pero creía saber que lo intuía. Su comportamiento, el del ándalo, había sido un tanto más frío, distante, desde que hubiese sabido de la noticia. Sus encuentros, en la noche, habían escaseado desde aquellos días, más de dos semanas ya, y la normal mordacidad del bastardo pareciera haberse diluido en el aire desde la salida de Altojardín. Aquella muerte, producida por los clanes, le asolaba por las noches, sin dejarle dormir apenas, y también por el día, haciendo que pareciese ausente. Además, muchas de las veces, prefería quedar hablando con Stilian, con el cual tenía numerosas charlas. Pero siempre volvía a ella, a unos brazos que le rodeaban con tranquilidad, a unas manos que acariciaban su cabello y su cicatriz, que le hacían sentirse mucho más pleno que sin ellas. Sus labios le pareciesen dar el aliento que necesitaba, aunque nunca hubiese dejado ver un rostro de tristeza, tan solo seriedad.
Su vista verde se paseó por su derecha, donde encontraba a las multitudes que siempre reinasen en la calle de la seda donde hombres buscaban placer, mujeres consuelo y pillos monedas. Al volver a la izquierda la observó, mucho más hermosa ahora, entre aquella atmósfera. Era curioso como tuviese aquella visión de Liana antes que recordarla en la galera del Mander. Por eso se había enamorado de ella seguramente, por ser capaz de encontrarla entre tanta mierda y reconocer algo más allá de su belleza y su altivez, encontrar algo por lo que le mereciese la pena luchar, pelear. Lo que él había hecho para conseguir dos palabras que le dedicase en una orilla de un río tan lejano como el Mander. Ella volteó su rostro y él le sonrió como únicamente podría hacer a partir de ahora a escondidas, cuando no le viesen en público. La estaba exponiendo, demasiado...y no se permitiría ponerla en peligro.
Volvió la vista al frente y observó el palacete de piedra que era la Rosa, un reino del que solo era regente titiritero. El aire se apareció por sus fosas nasales de una vez, pesadamente. No tenía posibilidad ahora de ser débil, de dejar que su mente divagara por aquellas historias sobre el Valle, ni dejarse caer en el apoyo de la mujer, no al menos mientras estuviese al frente de aquel lugar, ahora con un nombre y un apellido que solo él y otros cuatro, a su alrededor en ese mismo instante, conocían. Los caballos, a un ritmo lento pero continuado, traspasaron el umbral del suntuoso burdel mientras el sol llegaba a lo más alto del cielo. Algunas de las mujeres aprovechaban para almorzar en el suelo herbáceo, y cuando observaron la llegada de lo que parecían ser viajeros, algunas de ellas dejaron escapar suspiros de resignación. Claro que tan solo con ver la figura del pelirrojo y la mujer de Asshai fue suficiente para alentar el espíritu de cotillas de casi todas y hacerlas alzarse para saludar a ambos. Aquelo hizo que el hombre apostara una sonrisa con cierto cansancio en su rostro.- Mis putas se alegran de verme...que consideradas.- Su voz se alzó, para que todos lo escuchasen, y recibió algunas risas por parte de ellas y alguna regañina por otras. Ryan, el pobre, parecía totalmente descolocado en aquella posición y lugar.
El ándalo descabalgó y se dirigió hacia Liana, otorgándole su brazo para ayudarle a bajar, quedando a unos pocos centímetros ambos, ocultos por el cuerpo del equino, algo que aprovechó para mover sus labios, aún sin hablar, dejando escapar dos palabras que no repitiese desde hacia mucho tiempo pero que deseaba hacerlas saber antes de colocar de nuevo su careta, aquella que mantendría hasta a saber cuando, aunque por poco tiempo, de eso estaba seguro. No pudo hacer más antes de escuchar un gruñido tras ellos, algo lejano. Violador había salido del burdel para ver que era aquel alboroto y gruñía para poner orden. El pelirrojo volteó sobre sus propios pies y dio un par de pasos hacia él, dispuesto a dirigir su papel en la obra. Nunca se terminaba de bajar el telón.- ¡Te dije que la traería de vuelta, sana y sin ningún tipo de envite...- Alzó ambas manos tal como haría cualquier inocente de un cargo injusto que le propusiesen. En verdad...mentía, esperaba con todas sus fuerzas que verdaderamente, Liana, hubiese cambiado en aquel viaje a Altojardín.
Nathair Arryn- Otros
Re: Nunca se baja el telón.
Finalmente habían alcanzado Desembarco del Rey, tras eternas y tediosas jornadas a caballo. Lo hicieron a través de su periferia; entre arboledas de tamarindos y cipreses, sembradíos, granjas y páramos rocosos. Era un camino muy animado, pues también lo recorrían campesinos de la comarca, hombres de la guardia real y peregrinos que acudían a la ciudad para adorar a los Siete; los ricos a caballo o en asno y los pobres a pie. –La echaba de menos –susurró Liana, al oído del jinete pelirrojo que la conducía de regreso al punto de la costa oriental que ella consideraba su segundo hogar. Estaba acostumbrada a echar de menos cosas que nadie en su sano juicio añoraría, y aquel maloliente nido de corrupción era una prueba más de la particular idiosincrasia de su melancolía. –Aunque me temo que tu chiquillo –apuntó con sarcasmo en referencia a Ryan Merryweather, el último capricho del ándalo y un recordatorio viviente de su estancia en el Dominio– no tardará en hacer lo propio con la bucólica ciudadela blanca que hemos dejado atrás. Aun siendo ciertas sus pretensiones de aventurero no tardará en darse cuenta de que cada rincón del maldito Poniente acaba siendo mucho más decepcionante que el anterior. Que lo único variopinto en los Siete Reinos son las putas que pueblan sus burdeles. Y sólo en los más caros–. Dicho aquello, con obvia y subjetiva amargura, Liana besó uno de los hombros del Halcón. Su hombrera de cuero no le permitió apreciar el roce furtivo de aquellos labios, aunque sí le resultó posible advertir de soslayo el cariñoso gesto. Su respuesta fue algo tibia, una efímera caricia al muslo de la mujer que portaba tras él a lomos de su montura. Liana se percató de tal desafecto como llevaba haciéndolo desde hacía un par de semanas. El espíritu de Nathair se había ensombrecido, irónicamente, desde que consiguiera su legítimo y ansiado apellido Arryn. Aunque, más concretamente, su cambio de talante se remontaba a la visita de aquella sacerdotisa roja al baluarte que había sido la residencia o la prisión de ambos durante varios meses. Era como si la tormenta que aquella jornada azotara Altojardín se hubiera instalado perennemente en su alma de verano, convirtiéndole en un hombre apático y frío, mermando no sólo su ternura sino incluso sus deseos carnales hacia ella. Liana conocía los motivos de su apatía, aquellos que se negaba a confesar ante ella y que la mujer eludía por temor a una mayor introspección por parte del hermético ándalo. –Sí… –sus pulmones se vaciaron de todo aire con aquella afirmación–. La echaba de menos –repitió en un susurro, esta vez para sí misma, con una sonrisa iluminándole el rostro y aspirando dichosa los efluvios a humo, a sal y a mugre de los muelles, que la brisa transportaba desde el cada vez más cercano destino. –Nunca me habéis dado la impresión de ser un nostálgico, Ser Arryn ¿Acaso vos no echáis de menos volver a navegar ese mar de roca bajo un cielo acerado y frío surcado por las águilas? –le preguntó con poética sorna y formalidad en referencia a su reino natal, derramando aquella duda en la nuca del que, aprovechándose de una ululante ráfaga de viento, fingió no haberla escuchado. Las millas campo a través se convirtieron en periferia, y la periferia en ciudad. Ya dentro de los muros de Desembarco, accediendo a través de la puerta del Lodazal, los jinetes rodearon la plaza del Pescado y su bullicioso mercado. Luego encauzaron los caballos por una larga avenida arbolada cuya travesía ofrecía una maravillosa vista de la Fortaleza Roja y de la escarpada colina sobre la cual se asentaba, desembocando en el intrigante y sórdido distrito que Liana de Asshai conocía como la palma de su mano.
El astro rey brillaba con fuerza en un firmamento diáfano que hacía resplandecer el escaso lustre de la ciudad, como el que emanaba de aquel prostíbulo de alabastro y madera cuya parcela suponía un auténtico oasis de belleza en plena Calle de la Seda. El bastardo y su peculiar comitiva montada fueron recibidos entre risas y murmullos por una corte de putas ociosas que, tendidas sobre la hierba y a la fresca sombra de los pinos y sicomoros que cercaban aquel pintoresco palacete intramuros, bebían vino afrutado y comían queso y dátiles entre otras delicias. Liana rio la chanza vociferada a modo de saludo por el falso regente de aquel pequeño reino de lujuria, y observó las acaloradas reacciones tanto de las féminas como del resto de los hombres; incluida la del algo intimidado –en realidad fascinado– ex soldado de la guardia Fuegoscuro. –Hemos traído algunas telas y alhajas de Altojardín. Si las queréis asaltad el corcel del bueno de Ryan –sugirió la asshaita con deliberadas pretensiones traviesas, risueña, señalándoles con la barbilla al joven jinete de mirada inocente en discordancia con un físico corpulento que sin lugar a dudas había sido creado para el pecado–. Es el fardo más llamativo –concretó cuando sus zorras se precipitaron en manada hacia la montura de pelaje gris moteado que el muchacho había cabalgado desde el Dominio–, expresamente envuelto en carmesí para que no os confundierais de paquete ni de regalo–. El sarcasmo y la lascivia ribetearon su voz. Los vestidos y las joyas ofrendadas volaron literalmente por los aires, sobre un agitado mar de brazos y garras cuyo rumor eran los estridentes gritos y carcajadas de las ávidas prostitutas. La vestimenta de la madame era digna de una amazona –camisa marfil de lino y unos pantalones ajustados de ante que poseían el color de las dunas de Dorne al atardecer–, y difícilmente podía rivalizar en belleza con las suntuosas y coloridas sedas regaladas o las que ya cubrían con liviandad a aquellas ninfas de jardín. Nathair la ayudó a desmontar, reconociendo quedamente su amor hacia ella tras hacerlo y antes de ser interrumpido por la bienvenida de Violador; un recurrente gruñido. Liana le replicó con una mirada cómplice y clandestina, con un ídem en forma de sonrisa, antes de que él se pusiera la invisible máscara de Lord de la Rosa que aparentemente le distanciaba de la Espina y de su recién estrenado apellido. El gigante huraño inclinó la cabeza en un tosco gesto que solía hacerle las veces de reverencia. La mujer del este acarició su maltrecho rostro, surcado de cicatrices, a la vez que le sonreía con una ternura que solía desconcertar al ándalo y a todo aquel que conocía la turbia historia del malhechor reconvertido en protector de la dama a la que en el pasado había tratado de violar. Este esperó a que Nathair y el resto de sus hombres se hubieran retirado al interior del burdel –seguidos por un séquito de exóticas y solícitas beldades– para informar a su señora de lo acontecido en la Rosa durante su demorada ausencia. Todo estaba bajo control, seguía bajo control, aunque la madame no se dedicó a prestar demasiada atención a los detalles y pormenores en favor de preguntar por un bello rostro de mirada avispada que aún no había presenciado. Su compañera Myma, leal amiga y confidente, se hallaba al parecer y en estos momentos tanteando las mercancías exóticas recién llegadas a puerto desde más allá del Mar Angosto. También preguntó por su hermano Corso. El gigante resopló sonoramente por la nariz, como un toro, y en respuesta se limitó a negar con la cabeza.
Satisfechas sus principales dudas, la madame le ordenó a su guardaespaldas que subiera su equipaje y el del bastardo a la sus aposentos tras haberse hecho cargo de los caballos. Anna también esperaba a su señora bajo el umbral de entrada a la Rosa de Dos Espinas, con su antebrazo vendado y una mirada afligida característica en cualquier final de fiesta. –Ya veo que te alegras mucho de verme, preciosa –comentó la Reina de Picas con enfatizado sarcasmo, alzándole la mano de su miembro herido con cierta brusquedad. Ella trató de contener –sin demasiado éxito– un mohín de dolor–. Dime una cosa, ¿de qué sirve una doncella incapacitada para el trabajo?–. La cruel retórica en dicha interrogación fue replicada por la joven rubia de manera entrecortada por el llanto, culpando a Missandria y a sus fauces de aquella lesión. El sollozo de Anna conmovió inexplicablemente a la asshaita, que se limitó a apartarla de su vista y adentrarse en sus dominios para así echar un fugaz vistazo a la taberna y al impoluto salón principal. –Maldito seas, bastardo –masculló en su seseante lengua natal, muy consciente de que su nueva faceta compasiva se debía a los insólitos sentimientos que el atractivo bastardo del Valle había suscitado en su interior. –¿Dónde –de nuevo, y con desdén, Liana intercaló una palabra en su idioma primigenio– se ha metido?–. La pregunta iba dirigida a su criada, referida a Nathair, y la había formulado con sus ojos grises clavados en la compañía masculina que les había escoltado hasta la capital. Ninguno de aquellos caballeros –al parecer infatigables– perdía el tiempo, pues ya se habían apoderado de una jarra de vino del Rejo y llenado con este unas copas de porcelana que agitaban al ritmo de una copla trovadoresca que coreaban alegres con féminas en sus regazos. Ryan, mucho más apocado o verdaderamente exhausto, contemplaba divertido la escena recostado en un triclinio junto a la arcada que comunicaba con el jardín trasero y el claustro. Como un cervatillo alejado de la manada no tardaría en ser acorralado por un par o tres de concubinas hambrientas que, en el caso de ver rechazados sus servicios más elementales, no dudarían en tentarle con un masaje en la espalda o con ungir su entrepierna y trasero escocidos con un bálsamo calmante de aloe y verbena. Liana no esperó a presenciar tal escena, ni siquiera a que Anna se enjugara las lágrimas antes de responder a su pregunta, y optó por salvar la distancia entre el vestíbulo y sus aposentos. Mientras subía por la escalera, la servil jovencita le tomó la delantera para asegurarse de que todo estaba en orden. Al entrar en la alcoba pudo comprobar como Nathair ya se hallaba en su interior, sentado junto a la pantera en una de las orillas de la cama. Acariciaba al intimidante animal –que durante su ausencia había prácticamente doblado su tamaño– con un aire ensimismado, reflexivo y triste. Liana sintió la punzada de la compasión y prefirió retirar la mirada del hombre para examinar detenidamente sus añorados aposentos. Las nuevas celosías que cubrían los arcos y ensombrecían la alcoba del inclemente sol de mediodía, el lecho con dosel y sábanas limpias elegantemente acondicionado, las rosas ligeramente mustias que, junto a la reminiscencia del aroma a opio e incienso que impregnaba las paredes, conformaban un ambiente hipnótico y decadente; reconfortante y familiar. Hallándola satisfactoria, arrojó la daga enfundada de obsidiana sobre una mesa y empezó a quitarse los guantes. Luego se sentó en una butaca, donde alzó la pierna derecha con un abandono sensual y deliberado. –Perfecto, Anna. Puedes retirarte –y la madame matizó su petición con un aspaviento algo insolente, apático, el mismo que hubiera empleado para espantar una mosca.
Mientras se descalzaba los botines, observó detenidamente al Arryn que ya podía denominarse como tal. Se había desprendido de su jubón, también de la camisa, y quizá fuera su sudor acre y no su tristeza lo que atraía al oscuro felino que en ningún momento se había separado de él en busca de una caricia o arrumaco de su verdadera dueña. A pesar de su evidente abstracción, Nathair no dejaba de acariciar el lomo azabache de aquella bestia ya crecida que ronroneaba complacida. –Serías un buen padre –le hizo saber Liana desde aquel trono de alcoba, ya descalza, y una sonrisa amarga curvó ligeramente sus labios. La mirada hosca que le dedicó el bastardo reveló escaso aprecio por el comentario, así como un atisbo de melancolía. Desvió presto sus ojos verdes, ansiando tal vez que se hubiera esfumado la huella de su aflicción y haciendo un supremo esfuerzo para contenerla. Fue inútil: el cansancio, las tensiones sufridas, la conciencia de su reciente pérdida familiar… Todo ello exigía un desahogo, una liberación que sus pupilas opacadas reprimían estoicamente cuando debieran centellear con el brillo de las lágrimas. –Sé que piensas viajar al Valle, a honrar a tu difunto padre, y que esta parada tan sólo es una escala más en dicha travesía. Como una abeja que posa sus alas sobre una rosa en su vuelo hacia el panal–. Al levantar de nuevo la mirada, Nathair observó que le sonreía enigmática y sagaz, igual que una bruja segura de lo que se cuece en una marmita ajena. En su confusión había permanecido ausente a los oídos de la mujer desde que partieran de Altojardín; a los sigilosos pasos de esta cuando, durante sus largas vigilias en tabernas de mala muerte o junto al fuego de un campamento, le había oído hablar de sus vicisitudes y planes a Stilian o Gilbert. –Lo sé todo –admitió fríamente–, y lejos estoy de pedirte que te quedes a mi lado. Ni siquiera deseo que lo hagas. Por lo tanto sólo me queda hacerte una pregunta: ¿Piensas dejarme aquí o deseas que te acompañe?–. Nathair rehuyó de nuevo su mirada. Parecía conferenciar con su fuero interno, con los Dioses, y concentrado en sus pensamientos no advirtió los movimientos de Liana hasta que la mujer se encontrara ya de rodillas a sus pies. Los iris de Liana captaron la luz dorada del sol y rigieron de nuevo los del hombre, como llamas de un faro que guiaran dos embarcaciones en la oscuridad. Era aquel un hombre sano a pesar del ligero y recurrente temblor que pudo captar en su mano diestra, atractivo incluso con aquella mueca de perpetuo cinismo que se plasmaba en los surcos de su boca cercada de barba, de su abatimiento camuflado con el ardid masculino de la impasibilidad. Y en cuanto a su cuerpo, su delgadez quedaba compensada por los músculos que lo fortalecían. En esta ocasión la cicatriz que atravesaba su torso no le provocó a la mujer ningún estímulo o aspiración sensual, sino tristeza, ya que dicha marca se le antojaba ahora como una exteriorización del daño que le afligía y le atormentaba por dentro. –Me siento capaz de compartir tu dolor y calentar tu cama allá donde vayas, del mismo modo que podré soportar la soledad derivada de tu ausencia y el vacío bajo mis sábanas. Tú decides, Nathair Arryn. Mis deseos y aspiraciones están de más en esta encrucijada. No quiero que los conozcas, sino que los deduzcas por ti mismo–. El abrazo con el que Liana coronó su discurso, hundiendo su rostro en el regazo del hombre, era de una elocuencia tal que desmerecía llamarse indicio o pista de sus verdaderas pretensiones. Puede que no creyera en el destino, o tal vez no deseara creer en el, pero sí sentía la necesidad de compartir el mayor tiempo posible de su vida con aquel bastardo que custodiaba sus noches y la protegía de los malos sueños.
El astro rey brillaba con fuerza en un firmamento diáfano que hacía resplandecer el escaso lustre de la ciudad, como el que emanaba de aquel prostíbulo de alabastro y madera cuya parcela suponía un auténtico oasis de belleza en plena Calle de la Seda. El bastardo y su peculiar comitiva montada fueron recibidos entre risas y murmullos por una corte de putas ociosas que, tendidas sobre la hierba y a la fresca sombra de los pinos y sicomoros que cercaban aquel pintoresco palacete intramuros, bebían vino afrutado y comían queso y dátiles entre otras delicias. Liana rio la chanza vociferada a modo de saludo por el falso regente de aquel pequeño reino de lujuria, y observó las acaloradas reacciones tanto de las féminas como del resto de los hombres; incluida la del algo intimidado –en realidad fascinado– ex soldado de la guardia Fuegoscuro. –Hemos traído algunas telas y alhajas de Altojardín. Si las queréis asaltad el corcel del bueno de Ryan –sugirió la asshaita con deliberadas pretensiones traviesas, risueña, señalándoles con la barbilla al joven jinete de mirada inocente en discordancia con un físico corpulento que sin lugar a dudas había sido creado para el pecado–. Es el fardo más llamativo –concretó cuando sus zorras se precipitaron en manada hacia la montura de pelaje gris moteado que el muchacho había cabalgado desde el Dominio–, expresamente envuelto en carmesí para que no os confundierais de paquete ni de regalo–. El sarcasmo y la lascivia ribetearon su voz. Los vestidos y las joyas ofrendadas volaron literalmente por los aires, sobre un agitado mar de brazos y garras cuyo rumor eran los estridentes gritos y carcajadas de las ávidas prostitutas. La vestimenta de la madame era digna de una amazona –camisa marfil de lino y unos pantalones ajustados de ante que poseían el color de las dunas de Dorne al atardecer–, y difícilmente podía rivalizar en belleza con las suntuosas y coloridas sedas regaladas o las que ya cubrían con liviandad a aquellas ninfas de jardín. Nathair la ayudó a desmontar, reconociendo quedamente su amor hacia ella tras hacerlo y antes de ser interrumpido por la bienvenida de Violador; un recurrente gruñido. Liana le replicó con una mirada cómplice y clandestina, con un ídem en forma de sonrisa, antes de que él se pusiera la invisible máscara de Lord de la Rosa que aparentemente le distanciaba de la Espina y de su recién estrenado apellido. El gigante huraño inclinó la cabeza en un tosco gesto que solía hacerle las veces de reverencia. La mujer del este acarició su maltrecho rostro, surcado de cicatrices, a la vez que le sonreía con una ternura que solía desconcertar al ándalo y a todo aquel que conocía la turbia historia del malhechor reconvertido en protector de la dama a la que en el pasado había tratado de violar. Este esperó a que Nathair y el resto de sus hombres se hubieran retirado al interior del burdel –seguidos por un séquito de exóticas y solícitas beldades– para informar a su señora de lo acontecido en la Rosa durante su demorada ausencia. Todo estaba bajo control, seguía bajo control, aunque la madame no se dedicó a prestar demasiada atención a los detalles y pormenores en favor de preguntar por un bello rostro de mirada avispada que aún no había presenciado. Su compañera Myma, leal amiga y confidente, se hallaba al parecer y en estos momentos tanteando las mercancías exóticas recién llegadas a puerto desde más allá del Mar Angosto. También preguntó por su hermano Corso. El gigante resopló sonoramente por la nariz, como un toro, y en respuesta se limitó a negar con la cabeza.
Satisfechas sus principales dudas, la madame le ordenó a su guardaespaldas que subiera su equipaje y el del bastardo a la sus aposentos tras haberse hecho cargo de los caballos. Anna también esperaba a su señora bajo el umbral de entrada a la Rosa de Dos Espinas, con su antebrazo vendado y una mirada afligida característica en cualquier final de fiesta. –Ya veo que te alegras mucho de verme, preciosa –comentó la Reina de Picas con enfatizado sarcasmo, alzándole la mano de su miembro herido con cierta brusquedad. Ella trató de contener –sin demasiado éxito– un mohín de dolor–. Dime una cosa, ¿de qué sirve una doncella incapacitada para el trabajo?–. La cruel retórica en dicha interrogación fue replicada por la joven rubia de manera entrecortada por el llanto, culpando a Missandria y a sus fauces de aquella lesión. El sollozo de Anna conmovió inexplicablemente a la asshaita, que se limitó a apartarla de su vista y adentrarse en sus dominios para así echar un fugaz vistazo a la taberna y al impoluto salón principal. –Maldito seas, bastardo –masculló en su seseante lengua natal, muy consciente de que su nueva faceta compasiva se debía a los insólitos sentimientos que el atractivo bastardo del Valle había suscitado en su interior. –¿Dónde –de nuevo, y con desdén, Liana intercaló una palabra en su idioma primigenio– se ha metido?–. La pregunta iba dirigida a su criada, referida a Nathair, y la había formulado con sus ojos grises clavados en la compañía masculina que les había escoltado hasta la capital. Ninguno de aquellos caballeros –al parecer infatigables– perdía el tiempo, pues ya se habían apoderado de una jarra de vino del Rejo y llenado con este unas copas de porcelana que agitaban al ritmo de una copla trovadoresca que coreaban alegres con féminas en sus regazos. Ryan, mucho más apocado o verdaderamente exhausto, contemplaba divertido la escena recostado en un triclinio junto a la arcada que comunicaba con el jardín trasero y el claustro. Como un cervatillo alejado de la manada no tardaría en ser acorralado por un par o tres de concubinas hambrientas que, en el caso de ver rechazados sus servicios más elementales, no dudarían en tentarle con un masaje en la espalda o con ungir su entrepierna y trasero escocidos con un bálsamo calmante de aloe y verbena. Liana no esperó a presenciar tal escena, ni siquiera a que Anna se enjugara las lágrimas antes de responder a su pregunta, y optó por salvar la distancia entre el vestíbulo y sus aposentos. Mientras subía por la escalera, la servil jovencita le tomó la delantera para asegurarse de que todo estaba en orden. Al entrar en la alcoba pudo comprobar como Nathair ya se hallaba en su interior, sentado junto a la pantera en una de las orillas de la cama. Acariciaba al intimidante animal –que durante su ausencia había prácticamente doblado su tamaño– con un aire ensimismado, reflexivo y triste. Liana sintió la punzada de la compasión y prefirió retirar la mirada del hombre para examinar detenidamente sus añorados aposentos. Las nuevas celosías que cubrían los arcos y ensombrecían la alcoba del inclemente sol de mediodía, el lecho con dosel y sábanas limpias elegantemente acondicionado, las rosas ligeramente mustias que, junto a la reminiscencia del aroma a opio e incienso que impregnaba las paredes, conformaban un ambiente hipnótico y decadente; reconfortante y familiar. Hallándola satisfactoria, arrojó la daga enfundada de obsidiana sobre una mesa y empezó a quitarse los guantes. Luego se sentó en una butaca, donde alzó la pierna derecha con un abandono sensual y deliberado. –Perfecto, Anna. Puedes retirarte –y la madame matizó su petición con un aspaviento algo insolente, apático, el mismo que hubiera empleado para espantar una mosca.
Mientras se descalzaba los botines, observó detenidamente al Arryn que ya podía denominarse como tal. Se había desprendido de su jubón, también de la camisa, y quizá fuera su sudor acre y no su tristeza lo que atraía al oscuro felino que en ningún momento se había separado de él en busca de una caricia o arrumaco de su verdadera dueña. A pesar de su evidente abstracción, Nathair no dejaba de acariciar el lomo azabache de aquella bestia ya crecida que ronroneaba complacida. –Serías un buen padre –le hizo saber Liana desde aquel trono de alcoba, ya descalza, y una sonrisa amarga curvó ligeramente sus labios. La mirada hosca que le dedicó el bastardo reveló escaso aprecio por el comentario, así como un atisbo de melancolía. Desvió presto sus ojos verdes, ansiando tal vez que se hubiera esfumado la huella de su aflicción y haciendo un supremo esfuerzo para contenerla. Fue inútil: el cansancio, las tensiones sufridas, la conciencia de su reciente pérdida familiar… Todo ello exigía un desahogo, una liberación que sus pupilas opacadas reprimían estoicamente cuando debieran centellear con el brillo de las lágrimas. –Sé que piensas viajar al Valle, a honrar a tu difunto padre, y que esta parada tan sólo es una escala más en dicha travesía. Como una abeja que posa sus alas sobre una rosa en su vuelo hacia el panal–. Al levantar de nuevo la mirada, Nathair observó que le sonreía enigmática y sagaz, igual que una bruja segura de lo que se cuece en una marmita ajena. En su confusión había permanecido ausente a los oídos de la mujer desde que partieran de Altojardín; a los sigilosos pasos de esta cuando, durante sus largas vigilias en tabernas de mala muerte o junto al fuego de un campamento, le había oído hablar de sus vicisitudes y planes a Stilian o Gilbert. –Lo sé todo –admitió fríamente–, y lejos estoy de pedirte que te quedes a mi lado. Ni siquiera deseo que lo hagas. Por lo tanto sólo me queda hacerte una pregunta: ¿Piensas dejarme aquí o deseas que te acompañe?–. Nathair rehuyó de nuevo su mirada. Parecía conferenciar con su fuero interno, con los Dioses, y concentrado en sus pensamientos no advirtió los movimientos de Liana hasta que la mujer se encontrara ya de rodillas a sus pies. Los iris de Liana captaron la luz dorada del sol y rigieron de nuevo los del hombre, como llamas de un faro que guiaran dos embarcaciones en la oscuridad. Era aquel un hombre sano a pesar del ligero y recurrente temblor que pudo captar en su mano diestra, atractivo incluso con aquella mueca de perpetuo cinismo que se plasmaba en los surcos de su boca cercada de barba, de su abatimiento camuflado con el ardid masculino de la impasibilidad. Y en cuanto a su cuerpo, su delgadez quedaba compensada por los músculos que lo fortalecían. En esta ocasión la cicatriz que atravesaba su torso no le provocó a la mujer ningún estímulo o aspiración sensual, sino tristeza, ya que dicha marca se le antojaba ahora como una exteriorización del daño que le afligía y le atormentaba por dentro. –Me siento capaz de compartir tu dolor y calentar tu cama allá donde vayas, del mismo modo que podré soportar la soledad derivada de tu ausencia y el vacío bajo mis sábanas. Tú decides, Nathair Arryn. Mis deseos y aspiraciones están de más en esta encrucijada. No quiero que los conozcas, sino que los deduzcas por ti mismo–. El abrazo con el que Liana coronó su discurso, hundiendo su rostro en el regazo del hombre, era de una elocuencia tal que desmerecía llamarse indicio o pista de sus verdaderas pretensiones. Puede que no creyera en el destino, o tal vez no deseara creer en el, pero sí sentía la necesidad de compartir el mayor tiempo posible de su vida con aquel bastardo que custodiaba sus noches y la protegía de los malos sueños.
Liana de Asshai- Ciudadano
Re: Nunca se baja el telón.
Sentó en la cama notando como esta vez no lo hacía sobre algo endurecido, sino sobre un mullido colchón que agradeció bastante tras toda una mañana, y los días anteriores, cabalgando. Al instante dos patas de la bestia se acomodaron sobre sus piernas, anclándole al lugar para que no pudiese escapar de allí mientras con la cabeza la pantera se acurrucaba en su pecho, buscando así obtener algún tipo de caricia, la cual no tardó en regalar el ándalo. Llevó a rascar tras sus orejas, dejándole escapar una sonrisa cuando escuchase su ronroneo y también apenas una única caricia a sus dedos con su lengua. No le pasó inadvertida la presencia de Liana debido a que la pantera había alzado su cabeza, buscándola con la mirada, algo que no hizo el bastardo. No hasta que le hablase para dejar ir aquel comentario que no le sintió nada bien. ¿Quería referirse acaso a su propio padre? Sabía que podía resultar extraño que, aquel que le hubiese rechazado frente a todos, pudiese causarle esa desazón ahora mismo. Pero a él volvían las palabras de Melisa, aquellas pronunciadas hacía ya unos años en las que hablaba sobre la preocupación de su padre, sobre que deseaba hacer las cosas bien con su hijo bastardo, que...que daba igual porque nunca llegó a decir nada, ha hacer nada. Solo se calló.
Tal como él había hecho durante mucho tiempo.
Rodeó con sus brazos a la mujer, notando como su rostro se hundía en su hombro, como las manos de ellas buscaban tranquilizar un mar embravecido que, misteriosamente, permanecía tranquilo.- Deseo irme.- Su voz sonó aún más ronca. Tenía la boca seca y necesitaba agua, pero no se dirigió a saciar su sed.- Deseo irme de aquí contigo. No quiero más que quedarme contigo.- Sus labios se interrumpieron para besar el hombro de la mujer, un único beso mientras que sus manos seguían atrapándola para él.- Deseo estar lejos de Poniente. Deseo vivir allí de donde tu eres, donde no me conozca nadie, ni por Piedra ni por Arryn. Solo querría estar contigo, nada más.- La pantera, a su lado, buscó con celos que aquellas caricias se dirigiesen a ella, pero el ándalo ya había elegido mucho antes quien sería su debilidad. Pero sus deseos no eran algo que poder elegir para Nathair.
- Pero debo volver al Valle. Debo saber que ocurrió a mi padre. Debo hacer saber quien soy. No su bastardo...sino su hijo. Debo hacerlo.- Retrasó su rostro hasta poder observarla frente a si, aquel rostro de unas tierras tan lejanas, unos ojos que para muchos no tenían color y para él los tenía todos según la luz incidiese en ellos. Uno de sus dedos llevó una caricia a su mejilla, con lentitud.- Pero quiero hacerlo contigo. Y cuando tenga ese apellido, cuando todos me tengan que llamar así...- Tomó una de sus manos y la llevó a sus labios a la vez que cerraba los ojos, durante unos segundos.- ¿Cuál es tu apellido, Liana?- Al alzar la vista, teniéndola tan cerca, junto a él...no pudo reprimir apenas un movimiento de sus labios en una sonrisa sesgada.- ¿No tenéis? Es importante, y quiero saberlo.- La curiosidad innata del hombre no le había llevado nunca por aquellos caminos de sombra, como el nombre de la tierra de la que ella provenía y las cuales parecía saber manejar con destreza. Apenas había conseguido reconocer algunas pocas cosas de su pasado, su tiempo en Asshai, su estadía en Dorne, cuanto tiempo llevaba en Desembarco...pero seguía siendo una mujer misteriosa para él, la cual escondía las llaves de cualquier cerradura en lugares donde, o él todavía no había encontrado, o no estaban aún a su alcance.
Él había tratado de conseguirlo por todos los medios y solo había conseguido la palabra incompleta de aquel que quería llamarse Rey solo por la fuerza y el poder. Y no es que tuviese en mucho estima esas cinco letras que conformasen el apellido, ni su poder, ni su honor. Simplemente era su derecho, aquel que se había ganado con la espada y la palabra. Era orgullo, algo que el bastardo atesoraba en su interior, paciente, esperando que pudiese dejarlo vislumbrar algún día. Y aquello le había endurecido a cada día en Puerto Gaviota, en Desembarco y en Altojardín.- ¿Sabes? Lo quería para poder entrar en aquel salón cuando él estuviese sentado en lo más alto.- Con una de sus manos recogió un mechón de pelo que parecía ser un rebelde.- Para que pudiese decirlo sin tener solo que hinchar el pecho. Porque lo hacía. Gané una guerra para él, conseguí que todos callasen su puta boca a su favor. Quería demostrar...- Sus ojos se perdieron por los suyos y más tarde por su nariz, inclinando su rostro apenas a la derecha.- ...algo. Que era capaz de conseguirlo. Y cuando te escucho decirlo...Arryn...no siento eso que pensaba que sentiría.- No se enorgullecía por ello, ni se sentía aliviado. Al menos no en ese momento, no desde que abandonase la fortaleza de los Tyrell.- Lo quería más por él que por mi, para ser de verdad su hijo y...- Por un momento la estanqueidad de sus ojos pareció quebrarse y se formaron en ellos un símbolo de tristeza, de debilidad, que odiaba y que le hacía recordar cuantas veces, de pequeño, hubiese sentido eso mismo. Por eso un siseo se abandonó de sus labios, mascullando un improperio, antes de tomar aire hondamente.- Pero se que quiero, y que deseo, compartirlo contigo. Quiero que tomes mi apellido, Liana.- Estiró su cuello lo suficiente para besar su frente, sabiendo que aquello...que aquello era una estupidez, que ahora podría venir el momento en el que renunciase de él. Y por extraño que pareciese no había elegido sus labios para un posible último beso.
Tal como él había hecho durante mucho tiempo.
Rodeó con sus brazos a la mujer, notando como su rostro se hundía en su hombro, como las manos de ellas buscaban tranquilizar un mar embravecido que, misteriosamente, permanecía tranquilo.- Deseo irme.- Su voz sonó aún más ronca. Tenía la boca seca y necesitaba agua, pero no se dirigió a saciar su sed.- Deseo irme de aquí contigo. No quiero más que quedarme contigo.- Sus labios se interrumpieron para besar el hombro de la mujer, un único beso mientras que sus manos seguían atrapándola para él.- Deseo estar lejos de Poniente. Deseo vivir allí de donde tu eres, donde no me conozca nadie, ni por Piedra ni por Arryn. Solo querría estar contigo, nada más.- La pantera, a su lado, buscó con celos que aquellas caricias se dirigiesen a ella, pero el ándalo ya había elegido mucho antes quien sería su debilidad. Pero sus deseos no eran algo que poder elegir para Nathair.
- Pero debo volver al Valle. Debo saber que ocurrió a mi padre. Debo hacer saber quien soy. No su bastardo...sino su hijo. Debo hacerlo.- Retrasó su rostro hasta poder observarla frente a si, aquel rostro de unas tierras tan lejanas, unos ojos que para muchos no tenían color y para él los tenía todos según la luz incidiese en ellos. Uno de sus dedos llevó una caricia a su mejilla, con lentitud.- Pero quiero hacerlo contigo. Y cuando tenga ese apellido, cuando todos me tengan que llamar así...- Tomó una de sus manos y la llevó a sus labios a la vez que cerraba los ojos, durante unos segundos.- ¿Cuál es tu apellido, Liana?- Al alzar la vista, teniéndola tan cerca, junto a él...no pudo reprimir apenas un movimiento de sus labios en una sonrisa sesgada.- ¿No tenéis? Es importante, y quiero saberlo.- La curiosidad innata del hombre no le había llevado nunca por aquellos caminos de sombra, como el nombre de la tierra de la que ella provenía y las cuales parecía saber manejar con destreza. Apenas había conseguido reconocer algunas pocas cosas de su pasado, su tiempo en Asshai, su estadía en Dorne, cuanto tiempo llevaba en Desembarco...pero seguía siendo una mujer misteriosa para él, la cual escondía las llaves de cualquier cerradura en lugares donde, o él todavía no había encontrado, o no estaban aún a su alcance.
Él había tratado de conseguirlo por todos los medios y solo había conseguido la palabra incompleta de aquel que quería llamarse Rey solo por la fuerza y el poder. Y no es que tuviese en mucho estima esas cinco letras que conformasen el apellido, ni su poder, ni su honor. Simplemente era su derecho, aquel que se había ganado con la espada y la palabra. Era orgullo, algo que el bastardo atesoraba en su interior, paciente, esperando que pudiese dejarlo vislumbrar algún día. Y aquello le había endurecido a cada día en Puerto Gaviota, en Desembarco y en Altojardín.- ¿Sabes? Lo quería para poder entrar en aquel salón cuando él estuviese sentado en lo más alto.- Con una de sus manos recogió un mechón de pelo que parecía ser un rebelde.- Para que pudiese decirlo sin tener solo que hinchar el pecho. Porque lo hacía. Gané una guerra para él, conseguí que todos callasen su puta boca a su favor. Quería demostrar...- Sus ojos se perdieron por los suyos y más tarde por su nariz, inclinando su rostro apenas a la derecha.- ...algo. Que era capaz de conseguirlo. Y cuando te escucho decirlo...Arryn...no siento eso que pensaba que sentiría.- No se enorgullecía por ello, ni se sentía aliviado. Al menos no en ese momento, no desde que abandonase la fortaleza de los Tyrell.- Lo quería más por él que por mi, para ser de verdad su hijo y...- Por un momento la estanqueidad de sus ojos pareció quebrarse y se formaron en ellos un símbolo de tristeza, de debilidad, que odiaba y que le hacía recordar cuantas veces, de pequeño, hubiese sentido eso mismo. Por eso un siseo se abandonó de sus labios, mascullando un improperio, antes de tomar aire hondamente.- Pero se que quiero, y que deseo, compartirlo contigo. Quiero que tomes mi apellido, Liana.- Estiró su cuello lo suficiente para besar su frente, sabiendo que aquello...que aquello era una estupidez, que ahora podría venir el momento en el que renunciase de él. Y por extraño que pareciese no había elegido sus labios para un posible último beso.
Nathair Arryn- Otros
Re: Nunca se baja el telón.
Liana se fundió como cera ardiendo con aquel torso cicatrizado y sudoroso. Los nervudos brazos del ándalo rodearon su espalda por debajo de la melena oscura, atrayéndola contra su cuerpo con la vehemencia que solía caracterizar cualquier gesto de cariz posesivo o afectuoso por parte de Nathair; mezclando perfectamente ambas pretensiones en aquel abrazo. Le hizo sentir el latir de su corazón y el temblor de su mano derecha –fruto de la misteriosa dolencia que padecía y que siempre trataba de camuflar ante ella–, así como su siempre reconfortante presencia y las vibraciones de su pecho cuando empezó a hablar. Con un tono de voz íntimo reconoció que desearía quedarse a su lado, vivir con ella lejos, en Asshai de la Sombra o en donde nadie pudiera conocerles, pero –quizá la palabra más odiada y recurrente en cualquiera de las lenguas– no sin antes regresar al Valle del Arryn y averiguar que le había ocurrido a su progenitor. Su orgullo herido de bastardo casi le exigía el poder reparar toda una vida de ostracismo ante los suyos. Conseguir al fin un reconocimiento público de su familia y de los méritos obtenidos en el pasado, con o sin compensación. Pero deseaba hacerlo a su lado –no todos los “peros” eran desapacibles, concluyó Liana en su interior–, y obtener de una vez por todas ese maldito apellido, lo que realmente era, no debía demorarse o acabaría repercutiendo en las que realmente parecían ser sus prioridades. –No… –vaciló en su respuesta a la pregunta formulada por el que merecía llamarse Arryn acerca de su verdadero apellido, estremeciéndose al sentir el roce de los labios resecos de Nathair besando con ternura las yemas de sus dedos–. Mi apellido es una sombra. Es la tierra de la cual provengo –la voz de la asshaita adquirió una modulación enigmática, casi idéntica a la empleada por la agorera Sacerdotisa Roja que les visitara allá en Altojardín–. No me abre demasiadas puertas, aunque sí mantiene selladas aquellas que pueden protegerme o no me interesa abrir. La simple mención de mi tierra, acompañándola de una mirada sesgada y proferida con la inflexión adecuada, resulta igual de intimidante que la alusión a los Dragones o a los Caminantes Blancos para un niño–. Liana coronó su manifiesto con una sonrisa sagaz. Entonces retiró los dedos de la boca de su amado interlocutor, siendo su intención la de sustituirlos por sus labios. El beso mereció llamarse sólo roce al ser interrumpido por Anna, la cual no dudó en franquear el umbral sin antes haber golpeado la puerta con sus nudillos. –Mi señora, olvidé preguntarle si vos o el señor desearían agua templada para… –la rubia con cerebro de perdiz interrumpió abruptamente sus palabras. Una sola mirada de Liana, análoga a la de la pantera y tan elocuente como el gruñido que profirió el animal recostado junto al regazo de Nathair, bastó para dejarle claro a su doncella que por el momento ninguno de los dos deseaba tomar un baño. Tras retirarse de escena aquella atolondrada muchacha, con la rapidez de un rayo, el hombre afligido retomó el hilo de la conversación. Entre delicadas caricias mutuas le habló a su compañera de su difunto padre, de sus intenciones –frustradas debido a la reciente pérdida– por conseguir una mínima señal de orgullo paterno, de agradecimiento hacia ciertas contiendas libradas en el pasado y vencidas en su nombre y en el de sus legítimos hermanos. –No es tu apellido lo que me interesa de ti –replicó Liana al gentil e inesperado ofrecimiento del hombre, ribeteando la ofensa el tono dulce de su reprobación. Con un beso destinado a su frente, y no a sus labios, pareció sellar el ándalo su proposición así como el destino de la mujer. Liana retrocedió la cabeza con el inconfundible gesto esquivo de una cobra y, con la misma celeridad de esa serpiente, empuñó una de las muñecas del bastardo–. Esas cinco letras atávicas no deberían ser conferidas tan a la ligera, especialmente cuando ni siquiera he tenido oportunidad de pisar el Valle al que honran –se lo quedó mirando con fijeza antes de añadir–: Todos tus ancestros se revolverían en sus criptas si supieran que un bastardo de su noble y puro linaje ha decidido compartir su apellido con una madame de prostíbulo procedente de la turbia región de Asshai.
La mujer había acompañado sus palabras con una caricia a la hirsuta mejilla de Nathair, descendiendo la mano hasta sentir la tensión del ándalo acumulada en su pescuezo y en sus anchos hombros. Se trataba del deterioro producido por el peso de todos sus miedos y preocupaciones, de su responsabilidad. Una piedra que cargaba sobre sus espaldas desde que abandonaran el Dominio y cuyo peso, debido a su orgullo y también a su recalcitrante hermetismo, no había querido compartir con ella. En otras circunstancias no dudaría en reprochárselo. No su falta de confianza, puesto que sabía que aquel no había sido el verdadero motivo de su introversión, sino por ocultarle su tristeza y vulnerabilidad. Pero Liana no estaba dispuesta a añadir una desazón más al desangelado talante que, a pesar de enmascararlo, contagiaba el suyo propio de su misma tristeza. –Necesitas descansar, Nathair. Acuéstate y yo me ocuparé del resto–. Con un gesto de amasar pan la Reina de Picas hizo evidente cuales eran sus intenciones. Acto seguido le besó fugazmente en los labios, y él permitió que le descalzara las botas antes de tumbarse boca abajo sobre el colchón, con ambas manos entrelazadas y apoyando la frente sobre el dorso de una de ellas. Sus ojos verdes se cerraron. Liana se incorporó con presteza y miró al derredor, organizando en su mente los pasos que iba a seguir. El ardiente sol de mediodía se derramaba entre los huecos de las celosías de madera, acompañada su luz de una cálida brisa estival que hacía ondear grácilmente las cortinas de color arena y las sedas que envolvían parcialmente la cama. La umbría y suntuosa estancia parecía mucho más iluminada en contraste con el pelaje azabache de Missandria que, resignada por el cese de las caricias y el cambio de postura de la pareja, abandonó el lecho de sus dueños para tomar reposo en la superficie de alabastro del más apartado de los alféizares. Nathair oyó que la mujer se movía cerca de él, preparando las cosas; un aceite esencial para masajes, toallas de lino y unas velas de miel que prendió junto al lecho para que su efecto balsámico y relajante potenciara el de la propia fricción. Luego maldijo las estridentes risas de unos niños jugando en las calles, mientras se desprendía de sus pantalones de ante que, debido al calor estival que azotaría la ciudad hasta que el astro rey abdicara ante la noche, empezaban a incomodarla. No obstante se dejó la camisa puesta, más por indiferencia al liviano tejido que por un decoro que entre ellos dos jamás había existido. –Me encantaría acompañarte, lo sabes –dijo mientras se posicionaba a horcajadas sobre los muslos del afligido y cansado ándalo, aquel al que seguiría hasta más allá del Muro o a los confines de la Tierra Sombría, y su confesión poseía el tono de voz sincero y carente de ironía que reservaba únicamente para su algo más que amante en la intimidad de cualquier aposento privado, tienda de campaña o clandestino rincón de taberna–. Pero –enfatizó la palabra– tu bastardía ya es una losa demasiado ignominiosa entre los tuyos para encima tener que cargar con mi compañía. Cuervos procedentes de Desembarco no tardarían en informar de mi pésima reputación a los señores más suspicaces de tu corte–. No había acritud en su pronóstico, tan sólo la certeza de una persona sensata e inteligente. Consecuente era entonces era el timbre femenino en aquellas palabras. –Asshai, Desembarco del Rey, Espina de una Rosa… En los chismes no hay cabida para las alegorías, Nathair. Bruja y reina puta de burdel, eso seré para ellos –resopló con desdén, y él abrió un momento los ojos al advertir el casi inaudible sonido que hacía el fragante aceite al verterse sobre las manos de Liana. Volvió a cerrarlos tras escuchar el ruido más fuerte que hizo la madame al golpearse con viveza las palmas y calentar el bálsamo. El calor y la electricidad estática de sus manos quedaron suspendidos a varios centímetros de los hombros de Nathair para luego descender muy lentamente, como si acariciara su aura y no su carne. Pasados unos segundos, los fuertes y hábiles dedos de la mujer se hundieron en los músculos de aquella espalda atenazada en toda la longitud de su tronco, desde los hombros hasta alcanzar la cintura de su pantalón de cuero, y hacia la nuca otra vez, y por los brazos hasta los dedos vueltos hacia arriba y ligeramente curvados–. Te quiero y no deseo perjudicarte, pero me considero una mujer pragmática, una empresaria –constató con altivez, no mayor que la de cualquier hombre, y por unos segundos dejó de lado sus sentimientos–, y dudo mucho que en el Valle requieras de mi presencia. En realidad no creo que nadie, en ningún recodo de Poniente a excepción de en este burdel, la necesite o se beneficie de ella–. Mientras hablaba, las manos de Liana abandonaron el cuerpo de él para recogerse la melena hacia un lado y dejarla caer sobre uno de sus hombros. Tampoco en esta ocasión pudo apreciarse matiz alguno de reproche o de autocompasión en sus palabras, sino más bien de orgullo.
La mujer reanudó su trabajo. Las repetidas largas caricias de sus dedos sobre la piel desnuda desentumecieron los tensos y contraídos músculos del Arryn; cimientos de una espalda de jinete mortificada por dilatadas jornadas a caballo. Bajo las manos y el peso de Liana, no tardó mucho en quedar absolutamente relajado. Ella pudo apreciarlo, como una amazona que siente el sosiego y el dominio sobre su montura tras tirar correctamente de las riendas. –Si no te resignas a que me quede aquí en Desembarco, a viajar tú solo al Valle, tendré que pedirte una noche más de escala aparte de la necesaria para que tú y tus hombres recobréis las fuerzas antes de vuestra partida –dicho eso Liana se inclinó hacia él, apoyada en unos rígidos omoplatos que agradecieron tal presión–. ¿Seréis tan amable de concedérmela, Lord de la Rosa? –le preguntó susurrante, con sarcástica cortesía al oído, besando su cuero cabelludo antes de erguir el busto y retomar la placentera acción brindada; un ejercicio de concubina adiestrada que hundiría la economía de la Casa Arryn si realmente Nathair tuviera que desembolsar un pago por semejante servicio a manos –nunca mejor dicho– de la madame del burdel más afamado de la ciudad. Un masaje propinado por ambas Espinas ni el propio rey sería capaz de financiar, a menos que por el mismo estuviera dispuesto a ceder el tan codiciado Trono de Hierro. Una sofisticada silla de metal sobre la que Liana de Asshai y su socia Myma posarían sus pies a la hora de ponerse o de quitarse las medias. –Relájate –le pidió con voz queda, aterciopelada, a su maltrecho cliente imaginario, a su amante deprimido, instalada en sus labios una leve sonrisa derivada de sus anteriores pensamientos. Los párpados del pelirrojo se abrieron al sentir una aguda punzada de dolor, cuando los dedos de ella presionaron un nudo que tenía en el hombro derecho. –¿Sabías que los Martell costean este tipo de servicios a los miembros de más alto rango de su guardia? Ellos valoran el placer, lo esgrimen con gran maestría, y en su hedonismo saben recompensar a sus leales mejor que ninguna otra familia noble de Poniente –incluidos los Lannister, cuya fama al respecto era del todo infundada–. Aquí ni siquiera son capaces de costearles un mal polvo con una puta de puerto –apostilló la madame con un tono amargo de sorna. Lo cierto es que no había mencionado Dorne literalmente, ni tampoco una implicación directa en aquella certeza cultural o más bien anécdota nobiliaria, aunque imaginó que el Piedra supondría los oficios que como mujer del este sin recursos se vio obligada a ejercer durante el periodo de su vida transcurrido en el reino más meridional del continente. La sombra más impenetrable y oscura de todas cuanto poblaban su historia. Un gruñido del hombre distrajo sus pensamientos, evitando dicha distracción cualquier evocación dolorosa. Bajo la insistente fricción de sus dedos, los músculos tensos de Nathair poco a poco fueron aflojándose, no sin la cooperación voluntaria de éste. Y cuando por fin el nudo se deshizo, sintió una desacostumbrada oleada de placer por el bien que había provocado y no podía sentir. El placer y bienestar ajeno, el de un hombre, la colmaba de felicidad por primera vez en su vida. –Creo que ya es suficiente. Ahora date la vuelta –le ordenó fríamente, con un ligero rubor en sus mejillas, tras retirarle con una de las toallas el exceso de bálsamo de la piel y flexionando un poco las piernas para aligerar su peso y poder facilitarle el cambio de postura. Cuando sus manos pasaron al pecho y las costillas de Nathair, éste abrió los ojos y le dedicó una mirada de silenciosa gratitud. La visión y el tacto de la cicatriz en aquel torso fibrado sí le provocaron esta vez a la asshaita cierto estímulo erótico. Quizá se debiera al feromónico aroma masculino que fluía de aquellas axilas velludas, o al afrodisiaco del linimento con el que ungía la piel del ándalo –compuesto en parte por almizcles y aceite de tiaré procedente de las Islas del Verano–, aunque lo más probable es que el fervor de su libido se debiera al largo periodo transcurrido desde la última vez que el pelirrojo poseyera su cuerpo. Pero ahora, sentada sobre una entrepierna cuya dureza no era mayor al de los músculos y tendones que con sus experimentados dedos había ablandado, Liana tuvo la certeza de que el deseo no era mutuo. –¿Ya te sientes mejor o quieres que siga? –le preguntó con una sonrisa tibia que pretendía camuflar su lascivia y su decepción. Entonces se inclinó para besarle, obviando en última instancia sus labios para reposar los suyos sobre la frente del hombre. Como él mismo la besara minutos atrás.
La mujer había acompañado sus palabras con una caricia a la hirsuta mejilla de Nathair, descendiendo la mano hasta sentir la tensión del ándalo acumulada en su pescuezo y en sus anchos hombros. Se trataba del deterioro producido por el peso de todos sus miedos y preocupaciones, de su responsabilidad. Una piedra que cargaba sobre sus espaldas desde que abandonaran el Dominio y cuyo peso, debido a su orgullo y también a su recalcitrante hermetismo, no había querido compartir con ella. En otras circunstancias no dudaría en reprochárselo. No su falta de confianza, puesto que sabía que aquel no había sido el verdadero motivo de su introversión, sino por ocultarle su tristeza y vulnerabilidad. Pero Liana no estaba dispuesta a añadir una desazón más al desangelado talante que, a pesar de enmascararlo, contagiaba el suyo propio de su misma tristeza. –Necesitas descansar, Nathair. Acuéstate y yo me ocuparé del resto–. Con un gesto de amasar pan la Reina de Picas hizo evidente cuales eran sus intenciones. Acto seguido le besó fugazmente en los labios, y él permitió que le descalzara las botas antes de tumbarse boca abajo sobre el colchón, con ambas manos entrelazadas y apoyando la frente sobre el dorso de una de ellas. Sus ojos verdes se cerraron. Liana se incorporó con presteza y miró al derredor, organizando en su mente los pasos que iba a seguir. El ardiente sol de mediodía se derramaba entre los huecos de las celosías de madera, acompañada su luz de una cálida brisa estival que hacía ondear grácilmente las cortinas de color arena y las sedas que envolvían parcialmente la cama. La umbría y suntuosa estancia parecía mucho más iluminada en contraste con el pelaje azabache de Missandria que, resignada por el cese de las caricias y el cambio de postura de la pareja, abandonó el lecho de sus dueños para tomar reposo en la superficie de alabastro del más apartado de los alféizares. Nathair oyó que la mujer se movía cerca de él, preparando las cosas; un aceite esencial para masajes, toallas de lino y unas velas de miel que prendió junto al lecho para que su efecto balsámico y relajante potenciara el de la propia fricción. Luego maldijo las estridentes risas de unos niños jugando en las calles, mientras se desprendía de sus pantalones de ante que, debido al calor estival que azotaría la ciudad hasta que el astro rey abdicara ante la noche, empezaban a incomodarla. No obstante se dejó la camisa puesta, más por indiferencia al liviano tejido que por un decoro que entre ellos dos jamás había existido. –Me encantaría acompañarte, lo sabes –dijo mientras se posicionaba a horcajadas sobre los muslos del afligido y cansado ándalo, aquel al que seguiría hasta más allá del Muro o a los confines de la Tierra Sombría, y su confesión poseía el tono de voz sincero y carente de ironía que reservaba únicamente para su algo más que amante en la intimidad de cualquier aposento privado, tienda de campaña o clandestino rincón de taberna–. Pero –enfatizó la palabra– tu bastardía ya es una losa demasiado ignominiosa entre los tuyos para encima tener que cargar con mi compañía. Cuervos procedentes de Desembarco no tardarían en informar de mi pésima reputación a los señores más suspicaces de tu corte–. No había acritud en su pronóstico, tan sólo la certeza de una persona sensata e inteligente. Consecuente era entonces era el timbre femenino en aquellas palabras. –Asshai, Desembarco del Rey, Espina de una Rosa… En los chismes no hay cabida para las alegorías, Nathair. Bruja y reina puta de burdel, eso seré para ellos –resopló con desdén, y él abrió un momento los ojos al advertir el casi inaudible sonido que hacía el fragante aceite al verterse sobre las manos de Liana. Volvió a cerrarlos tras escuchar el ruido más fuerte que hizo la madame al golpearse con viveza las palmas y calentar el bálsamo. El calor y la electricidad estática de sus manos quedaron suspendidos a varios centímetros de los hombros de Nathair para luego descender muy lentamente, como si acariciara su aura y no su carne. Pasados unos segundos, los fuertes y hábiles dedos de la mujer se hundieron en los músculos de aquella espalda atenazada en toda la longitud de su tronco, desde los hombros hasta alcanzar la cintura de su pantalón de cuero, y hacia la nuca otra vez, y por los brazos hasta los dedos vueltos hacia arriba y ligeramente curvados–. Te quiero y no deseo perjudicarte, pero me considero una mujer pragmática, una empresaria –constató con altivez, no mayor que la de cualquier hombre, y por unos segundos dejó de lado sus sentimientos–, y dudo mucho que en el Valle requieras de mi presencia. En realidad no creo que nadie, en ningún recodo de Poniente a excepción de en este burdel, la necesite o se beneficie de ella–. Mientras hablaba, las manos de Liana abandonaron el cuerpo de él para recogerse la melena hacia un lado y dejarla caer sobre uno de sus hombros. Tampoco en esta ocasión pudo apreciarse matiz alguno de reproche o de autocompasión en sus palabras, sino más bien de orgullo.
La mujer reanudó su trabajo. Las repetidas largas caricias de sus dedos sobre la piel desnuda desentumecieron los tensos y contraídos músculos del Arryn; cimientos de una espalda de jinete mortificada por dilatadas jornadas a caballo. Bajo las manos y el peso de Liana, no tardó mucho en quedar absolutamente relajado. Ella pudo apreciarlo, como una amazona que siente el sosiego y el dominio sobre su montura tras tirar correctamente de las riendas. –Si no te resignas a que me quede aquí en Desembarco, a viajar tú solo al Valle, tendré que pedirte una noche más de escala aparte de la necesaria para que tú y tus hombres recobréis las fuerzas antes de vuestra partida –dicho eso Liana se inclinó hacia él, apoyada en unos rígidos omoplatos que agradecieron tal presión–. ¿Seréis tan amable de concedérmela, Lord de la Rosa? –le preguntó susurrante, con sarcástica cortesía al oído, besando su cuero cabelludo antes de erguir el busto y retomar la placentera acción brindada; un ejercicio de concubina adiestrada que hundiría la economía de la Casa Arryn si realmente Nathair tuviera que desembolsar un pago por semejante servicio a manos –nunca mejor dicho– de la madame del burdel más afamado de la ciudad. Un masaje propinado por ambas Espinas ni el propio rey sería capaz de financiar, a menos que por el mismo estuviera dispuesto a ceder el tan codiciado Trono de Hierro. Una sofisticada silla de metal sobre la que Liana de Asshai y su socia Myma posarían sus pies a la hora de ponerse o de quitarse las medias. –Relájate –le pidió con voz queda, aterciopelada, a su maltrecho cliente imaginario, a su amante deprimido, instalada en sus labios una leve sonrisa derivada de sus anteriores pensamientos. Los párpados del pelirrojo se abrieron al sentir una aguda punzada de dolor, cuando los dedos de ella presionaron un nudo que tenía en el hombro derecho. –¿Sabías que los Martell costean este tipo de servicios a los miembros de más alto rango de su guardia? Ellos valoran el placer, lo esgrimen con gran maestría, y en su hedonismo saben recompensar a sus leales mejor que ninguna otra familia noble de Poniente –incluidos los Lannister, cuya fama al respecto era del todo infundada–. Aquí ni siquiera son capaces de costearles un mal polvo con una puta de puerto –apostilló la madame con un tono amargo de sorna. Lo cierto es que no había mencionado Dorne literalmente, ni tampoco una implicación directa en aquella certeza cultural o más bien anécdota nobiliaria, aunque imaginó que el Piedra supondría los oficios que como mujer del este sin recursos se vio obligada a ejercer durante el periodo de su vida transcurrido en el reino más meridional del continente. La sombra más impenetrable y oscura de todas cuanto poblaban su historia. Un gruñido del hombre distrajo sus pensamientos, evitando dicha distracción cualquier evocación dolorosa. Bajo la insistente fricción de sus dedos, los músculos tensos de Nathair poco a poco fueron aflojándose, no sin la cooperación voluntaria de éste. Y cuando por fin el nudo se deshizo, sintió una desacostumbrada oleada de placer por el bien que había provocado y no podía sentir. El placer y bienestar ajeno, el de un hombre, la colmaba de felicidad por primera vez en su vida. –Creo que ya es suficiente. Ahora date la vuelta –le ordenó fríamente, con un ligero rubor en sus mejillas, tras retirarle con una de las toallas el exceso de bálsamo de la piel y flexionando un poco las piernas para aligerar su peso y poder facilitarle el cambio de postura. Cuando sus manos pasaron al pecho y las costillas de Nathair, éste abrió los ojos y le dedicó una mirada de silenciosa gratitud. La visión y el tacto de la cicatriz en aquel torso fibrado sí le provocaron esta vez a la asshaita cierto estímulo erótico. Quizá se debiera al feromónico aroma masculino que fluía de aquellas axilas velludas, o al afrodisiaco del linimento con el que ungía la piel del ándalo –compuesto en parte por almizcles y aceite de tiaré procedente de las Islas del Verano–, aunque lo más probable es que el fervor de su libido se debiera al largo periodo transcurrido desde la última vez que el pelirrojo poseyera su cuerpo. Pero ahora, sentada sobre una entrepierna cuya dureza no era mayor al de los músculos y tendones que con sus experimentados dedos había ablandado, Liana tuvo la certeza de que el deseo no era mutuo. –¿Ya te sientes mejor o quieres que siga? –le preguntó con una sonrisa tibia que pretendía camuflar su lascivia y su decepción. Entonces se inclinó para besarle, obviando en última instancia sus labios para reposar los suyos sobre la frente del hombre. Como él mismo la besara minutos atrás.
Liana de Asshai- Ciudadano
Re: Nunca se baja el telón.
Sus manos se apoyaron en el colchón para alzar apenas su cuerpo, tumbado, y hacer que aquel beso de ella se posase en sus labios. A la misma vez fue su mano la que quedó dispuesta en su cuello, afianzándola en aquel lugar donde la quería tener para poder notar el roce de sus labios. Lo que le pareciese un roce sin más prefirió convertirlo en un momento más alargado, pues cuando notó como ella pretendía volver a su situación, alzada sobre él, su mano ejerció cierta fuerza para que no se alejase. No separó sus labios hasta que le fue necesario, y aún así no se separó apenas de ella. Había cerrado sus ojos, y permanecía así, con la frente dispuesta en la de la mujer.- No me importa.- Buscó a ciegas de nuevo los labios de Liana y pudo internar su lengua entre ellos, dejando que por unos instantes algo distinto al reproche se asentara en su cabeza.- No te requeriré...sino que te necesitaré.- A tientas sus labios buscaron deslizar sus besos a su cuello mientras que lo aunaba a sus caricias con la lengua.- ...Y esperaré a escuchar a todo aquel que te llame puta- Notó como se estiraba el cuello de la mujer ante su roce, y dio un mordisco en su barbilla entonces.- Y te juro que haré que se traguen todas sus palabras.- Aquellas manos que se habían afanado por intentar tranquilizarle, hacerle sentir bien, habían conseguido aliviar la tensión del bastardo y ahora era el momento, desde hacía ya más de dos semanas, en el que Nathair se encontraba más a gusto, allí, al cuidado de ella, en la habitación de un burdel en la que habían follado la primera noche, en la que había dormido junto a ella, tomando su mano en los momentos en el que miedo la atenazase, donde hubiese comenzado a sentir algo más, un sentimiento al que ahora podía poner nombre.
Derramó su aliento en sus labios al hablar.- ¿Y si todo terminase allí?- Su mirada se enfrentaba a la de ella.- ¿Eh? ¿Y si todo acabase en el Valle para mi?- Estuvo tentado a tomar sus labios pero se contuvo.- Quiero tenerte conmigo. Quiero follar contigo. Quiero verte desnuda en la noche. Quiero besarte y pasear mis manos por tu cuerpo. ¿Me oyes?- Tras sus palabras dejó escapar el aire, pesadamente, por su nariz.- Quiero decirte que te quiero...- Susurró al oído antes de volver a vislumbrar su rostro.- Y verte sonreír cuando te lo diga, como antes.- Su mano, la que quedaba libre, pues la otra no se había movido, cual esposa a cautivo, se apostó en la cintura de ella, por debajo de la camisa, notando su piel, desnuda.- ¿Sigues pensando que no vendrás? ¿O me obligarás a llevarte?- Su nuca tomó colchón, dejando de estar tenso como antes, esperando la respuesta de la mujer. Se acercó hasta su rostro, apostando sus manos en el vientre del ándalo, apoyándose en él, tal como cualquier animal quedase dispuesto sobre su presa antes de decidir si morder, y por lo tanto matar, o retirarse y dejar vivir. Sabes que después de oírte decir eso no podría negarme, pero sí puedo fingir que me niego, y eso es lo que haré para que tú finjas obligarme- La sonrisa inundó sus labios, habiendo decidido el movimiento que hacer con solo esas palabras.
El hombre del Valle no pudo resistirse más a tomar los labios de ella y sellarlos mientras notaba como las manos de su amante, aún con restos de aquel aceite, quedaban dispuestas en su abdomen. Con tranquilidad tomó su muñeca y las hizo bajar, con lentitud, por encima de sus pantalones y sus calzones, notando como abandonaban las caricias que antes le había brindado en un lugar mucho más placentero. Aunque fuese cierto que su lívido parecía mucho más apagada también podía asegurarse que el hombre, en ese instante, no podía negar tener entre sus brazos a lo más exótico que nunca hubiese visto y tenido para él, que aquellas caricias le hacían separar sus labios de los de ella para dejar ir el aire en un tiemble que le delataba.- Vas a venir...- Logró decir antes de abandonar la nuca en el catre y a su vez un ahogado gemido al reconocer como el lubricante le otorgaba una mayor facilidad a la mujer.- ...o no me lo perdonaría nunca.- El susurro fue apagado, e iba más dirigido a él mismo que a ella. Si dejaba ir tan fácilmente aquello que quería se lo reprocharía por siempre.- Quiero que lo compartas.- Sus ojos verdes buscaron los de ella, grises, tratando de atraparla por unos segundos.- Es lo único que tengo Liana...- Aquello sonó lastimero y seguiría sonándolo aún cuando lo dijese todo lo convencido y serio que pudiese.- ...y quiero dártelo.
En aquel instante las manos de la mujer olvidaron el movimiento realizado para centrarse en el hombre que tenía bajo si. Las propias manos de él se apostaron en ambas mejillas de ellas, queriendo que quedasen encadenados de esa forma.- Demasiado tiempo en la sombra. Demasiado tiempo para ti, y para mi.
Derramó su aliento en sus labios al hablar.- ¿Y si todo terminase allí?- Su mirada se enfrentaba a la de ella.- ¿Eh? ¿Y si todo acabase en el Valle para mi?- Estuvo tentado a tomar sus labios pero se contuvo.- Quiero tenerte conmigo. Quiero follar contigo. Quiero verte desnuda en la noche. Quiero besarte y pasear mis manos por tu cuerpo. ¿Me oyes?- Tras sus palabras dejó escapar el aire, pesadamente, por su nariz.- Quiero decirte que te quiero...- Susurró al oído antes de volver a vislumbrar su rostro.- Y verte sonreír cuando te lo diga, como antes.- Su mano, la que quedaba libre, pues la otra no se había movido, cual esposa a cautivo, se apostó en la cintura de ella, por debajo de la camisa, notando su piel, desnuda.- ¿Sigues pensando que no vendrás? ¿O me obligarás a llevarte?- Su nuca tomó colchón, dejando de estar tenso como antes, esperando la respuesta de la mujer. Se acercó hasta su rostro, apostando sus manos en el vientre del ándalo, apoyándose en él, tal como cualquier animal quedase dispuesto sobre su presa antes de decidir si morder, y por lo tanto matar, o retirarse y dejar vivir. Sabes que después de oírte decir eso no podría negarme, pero sí puedo fingir que me niego, y eso es lo que haré para que tú finjas obligarme- La sonrisa inundó sus labios, habiendo decidido el movimiento que hacer con solo esas palabras.
El hombre del Valle no pudo resistirse más a tomar los labios de ella y sellarlos mientras notaba como las manos de su amante, aún con restos de aquel aceite, quedaban dispuestas en su abdomen. Con tranquilidad tomó su muñeca y las hizo bajar, con lentitud, por encima de sus pantalones y sus calzones, notando como abandonaban las caricias que antes le había brindado en un lugar mucho más placentero. Aunque fuese cierto que su lívido parecía mucho más apagada también podía asegurarse que el hombre, en ese instante, no podía negar tener entre sus brazos a lo más exótico que nunca hubiese visto y tenido para él, que aquellas caricias le hacían separar sus labios de los de ella para dejar ir el aire en un tiemble que le delataba.- Vas a venir...- Logró decir antes de abandonar la nuca en el catre y a su vez un ahogado gemido al reconocer como el lubricante le otorgaba una mayor facilidad a la mujer.- ...o no me lo perdonaría nunca.- El susurro fue apagado, e iba más dirigido a él mismo que a ella. Si dejaba ir tan fácilmente aquello que quería se lo reprocharía por siempre.- Quiero que lo compartas.- Sus ojos verdes buscaron los de ella, grises, tratando de atraparla por unos segundos.- Es lo único que tengo Liana...- Aquello sonó lastimero y seguiría sonándolo aún cuando lo dijese todo lo convencido y serio que pudiese.- ...y quiero dártelo.
En aquel instante las manos de la mujer olvidaron el movimiento realizado para centrarse en el hombre que tenía bajo si. Las propias manos de él se apostaron en ambas mejillas de ellas, queriendo que quedasen encadenados de esa forma.- Demasiado tiempo en la sombra. Demasiado tiempo para ti, y para mi.
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