La Rebelión De Los Fuegoscuro
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Mensaje por Athila Mooton Miér Feb 27, 2013 3:54 pm

- Eminencia...

Apenas alzó los ojos del libro que estaba leyendo, enarcando las cejas con un gesto inquisitivo. Era extraño que el novicio que le servía como amanuense le interrumpiese durante los escasos momentos de asueto que Athila se concedía en la biblioteca del Gran Septo, por lo que el asunto debía de ser urgente. Con un ademán imperioso, le cominó a hablar mientras con frustrada delicadeza colocó el hilo de seda que hacía las veces de apunte de página, cerrando el manuscrito de finísimo pergamino con un silencioso suspiro.

- Un hombre pregunta por vos, y urge en veros. Le he dicho que estábais ocupado, pero ha insistido y se trata de un ser del Tridente. Dice conoceros y... Ha montado una pequeña trifulca con los guardias... - el joven novicio se encogió de hombros, haciendo gala de su impotencia frente a la tenacidad del caballero. Athila asintió, alzándose del asiento de largo y ornado repaldo, y apretó con familiaridad el hombro del joven expresando su aprobación.

- Está bien, Pietrus, está bien. No pensaba recibir a nadie esta mañana hasta después de los oficios, pero supongo que los hombres proponen y los Siete disponen, ¿no es cierto? - esbozó una sonrisa - Condúcelo a la sala capitular, lo recibiré allí.

La Sala del Capítulo del Gran Septo ocupaba toda la planta baja de una de las torres del edificio. El alto techo ornamentado con tallas policromadas y los recargados sitiales que cubrían seis de las siete paredes parecían formar un solo cuerpo, una sola cripta de maderas nobles de abigarradas formas vegetales. La mesa central, de varias varas de largo e imponente aspecto, presidía el centro de la enorme estancia. Una gran silla ornamental, que recordaba vagamente a un trono, se enfrentaba a las seis filas de asientos, dispuestas de un modo que asemejaban fauces abiertas de par en par frente a un jugoso bocado. Allí se sentaba Athila, con expresión serena, aunque los ojos vivaces denotaban una genuina curiosidad.

Dos capas doradas entraron por la puerta opuesta al sitial, y tras ellos un hombre maduro pero todavía vigoroso, con el cabello oscuro raleando ya en la parte superior de la cabeza. Iba desarmado y vestía ropas de viaje, pero de fina librea, en color púrpura con un águila plateada bordada primorosamente en el pecho. Athila no tardó en reconocer su rostro rubicundo y de rasgos aniñados.

Ser Ubold Mallister.

Los capas doradas se detuvieron a unos pasos de la mesa, obligando al recién llegado también a detenerse, y con un estudiado silencio, Pietrus apareció por una puerta lateral, bien disimulada, portando una tablilla de cera y un estilo, situándose de pie, en silencio, un par pasos tras Athila, que miró al viajero con una media sonrisa mediada de bienvenida y sorpresa.

- Eminencia... - Ubold balbuceó, quizá incómodo con el protocolo, titubeando pero finalmente haciendo una poco ortodoxa reverencia. - Quiero creer que todavía me recordais de vuestros años en los Ríos, mi nombre es Ubold Mallister...

Athila asintió, sin dejar de mostrar una expresión casi divertida. Ciertamente, Ubold Mallister podía llevar con orgullo el apellido de los señores de Varamar, pero era el descendiente de una rama menor de la familia, un pariente lejano del joven lord que actualmente gobernaba la fortaleza del Cabo de las Águilas. Athila le recordaba porque tenían prácticamente la misma edad, y habían compartido estafermos y duelos en su época de escuderos. Aunque hacía un mundo de aquello, tan lejano y difuso que parecía haber ocurrido un millar de años atrás.

- Os recuerdo, Ubold Mallister. Estáis lejos del feudo de vuestro señor, ciertamente. ¿Qué os trae a Desembarco del Rey, al Gran Septo? ¿Traeis noticias de la tierra de los ríos? - Athila frunció el ceño. Era improbable que Ubold trajese noticia alguna de la que el Septón Supremo no hubiese sido advertido, pero nunca se sabía.

- Todo sigue como siempre, eminencia... - parecía que iba a añadir un "como vos lo dejasteis", pero se interrumpió, carraspeando antes de proseguir - Mi visita tiene un cariz más personal.

Athila se relajó, y al mismo tiempo se irritó levemente. ¿Un peticionario? Desde que era Septón Supremo, incluso antes, cuando ocupaba un escaño en el consejo de los Máximos Devotos, no le habían faltado parientes lejanos y autoproclamados amigos que rogaban favores y prebendas en virtud de su posición, incluso ofreciendo difusas contrapartidas. Todos y cada uno se fueron con cálidas palabras pero desalentadores hechos, pero aquello no pareció desanimarlos en exceso hasta pasados varios años. Cuando fue de claridad meridiana que el sacerdote no iba a facilitar la simonía entre sus allegados ni arribistas, los peticionarios se fueron espaciendo en el tiempo hasta desaparecer. En cualquier caso, no del todo, por lo que se veía.

- ¿Personal, Ser Ubold? - El tono de voz de Athila se enfrió a la par que sus facciones, y remarcó enfáticamente el título y nombre de su interlocutor - Os advierto que mi tiempo es valioso. Por desgracia, personal no suele ser sinónimo de importante.

El ribereño se removió, visiblemente incómodo, y miró de soslayo a los impertérritos guardias y al joven amanuense, mientras se retorcía las manos, nervioso.

- ¿Podríamos hablar más en privado, eminencia?

Athila frunció el ceño con una mueca de desagrado, negando con la cabeza lentamente. Aquello seguía el bien conocido tránsito de quien venía reclamando una antigua deuda, un vestusto favor, invocando una lejanísima amistad entre familias o evocando una supuesta camaradería años ha.

- Podeis hablar con libertad, ser Ubold. Si os molesta la presencia de los guardias, puedo ordenarles que se retiren, pero mi discípulo me acompañará en todo momento.

El caballero dudó durante unos instantes, pero finalmente respiró hondo y asintió. Bastó un gesto del Septón Supremo para que ambos capas doradas chocasen sus brazales contra la coraza y, con un gesto respetuoso de cabeza, see retiraran en el mismo silencio que habían conservado en todo momento. Una vez la gran puerta estuvo cerrada, ser Ubold se pasó la mano por el escaso cabello de su frente, y miró de hito en hito a Athila, que le devolvió la mirada sin pestañear, antes de preguntar.

- ¿Y bien, ser Ubold? ¿De qué queríais hablarme?

Los ojos del interpelado viajaron entre el amanuense y el septón, mientras respiraba con fuerza y fruncía los labios, pensativo. Finalmente miró al techo, suspiró y comenzó a hablar.

- Esto... no es fácil para mí, eminencia. Soy un hombre de armas, un caballero ungido. No soy hombre de septos...

La mano derecha de Athila, posada sobre la mesa, se curvó mientras sus dedos tamborileaban de impaciencia.

- ¿Queréis hablar de una vez, ser Ubold? - la irritación era cada vez más palpable en la voz del septón. El caballero le miró, y alzó las manos como si tratase de calmarle.

- Está bien, eminencia, está bien. Llevo cabalgando casi doce días, prácticamente sin descansar, desde Varamar. Necesito consejo, y que los Siete me perdonen si he pensado en vos, por la amistad que nos unía en el pasado, porque creo que he visto... no sé bien lo que he visto, pero en cualquier caso, he visto...

Hizo una pausa, saboreando las palabras, casi como si temiese decirlas. Athila golpeó la mesa con el puño cerrado, sin violencia pero con firmeza, cominando al caballero a soltarlo de una vez, mientras replicaba con fastidio.

- ¿Qué? ¿Qué es lo que habeis visto, ser Ubold? ¿Qué?

El caballero cerró los ojos, y lo soltó.

- Un milagro, eminencia. He presenciado un milagro.


(Continuará)

Athila Mooton
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